"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

domingo, 28 de octubre de 2012

De la necesidad de una nueva ciencia política, o el arte de viajar hacia dentro (*)

 

        Las ciencias sociales conservan íntegro su complejo frente a las ciencias naturales; un complejo equivalente al que sufren las letras con los números, tan abstractas aquéllas y tan exactos éstos. Alguien observó una vez que mientras los hombres de ciencia destinaban sus esfuerzos a hacer el mundo más sencillo, los de letras se empeñaban en hacerlo más complicado. Esta frase, que me ha acompañado desde que la leí, es un bálsamo para nuestro citado complejo y permite sacar pecho frente a la eminente labor de los científicos naturales, pero no es suficiente. En la actualidad seguimos viendo cómo las Facultades donde se enseñan conocimientos humanistas se bautizan colocando el nombre “ciencias” antes del apellido, lo que vuelve a denotar un longevo sentimiento de inferioridad empírica.

La ciencia de la política no escapa a semejante fenómeno. Por ello la deriva que ha seguido la disciplina encargada de ayudarnos a gobernar la vida se ha centrado en las categorías logísticas de la misma, provocando “el abandono del conocimiento ontológico de las formas y maneras de vivir”. Se plantea así una pérdida de profundidad que converge con una sucesiva ganancia en la superficialidad, no solo porque “se ha ido desprestigiando todo conocimiento teórico en el que entren de alguna forma el sentimiento, las pasiones, los sueños, las fantasías, la filosofía o el arte”; sino porque además este ámbito del conocimiento, a fuerza de ser desdeñado por los estudiosos, ha terminado por ser marginado también entre la población. El resultado es un mundo donde, después de que Nietzsche matara a Dios, los hombres debían marcar sus propios límites. Pero la moral se ha disipado. En su lugar hemos desarrollado el castigo para la acción y la idea desviada, o la percepción de “la espiritualidad y la fantasía como restos irredentos (…) que, una vez privatizados como manías o neurosis, acabarán por extinguirse.” Vamos a una homogeneización de la existencia donde no existan las personas y sí las gentes. Y esta evidencia se vuelve especialmente amarga cuando vemos nuestras universidades abarrotadas de gentes recibiendo clase, y una gran mayoría de gentes impartiéndolas.

Si la Academia ha sucumbido y la ciudadanía reproduce la derrota, ¿cómo revertir el proceso?

Hoy hablamos de una “destrucción de la inteligencia original y de falta de sensibilidad” que a mi juicio se traduce en la separación espiritual entre los hombres, y de éstos consigo mismos. Y cada intento de romper esta brecha ha sido desechado u olvidado por nuestra época, lo saben Andrei Tarkovski, Johann Sebastian Bach y Fiodor Dostoievski; lo saben Ingmar Bergman, Heinrich Schütz y Hermann Hesse. Se ha producido un trasvase del protagonismo en Europa a Estados Unidos, y otro paralelo en el que la transcendencia ha perdido peso en favor del entretenimiento, de ahí que los nombres que copen las estanterías de nuestro tiempo sean Ken Follet, James Cameron, y Justin Bieber. Así pues, se plantea la necesidad de volver a mirarnos dentro, de elaborar una nueva ciencia política donde el mundo interno, esto es, “la letargia (…)  debe ser liberada y puesta del lado del conocimiento”. Y para ello en la retórica será pertinente no fomentar tanto la dispositio y posterior elocutio, e incentivar la inventio: “la manera de pensar y decir que funciona in foro interno y que no requiere a veces de palabras; en ocasiones es fruto del silencio, de las artes in-fantes de las naciones”.

A la hora de hacer pensamiento político, nuestro país se ha visto tradicionalmente apresado de un lado por el “fundamentalismo católico” y del otro por “la exigencia revolucionaria de la tradición marxista”, por lo que “desde la posguerra las cuestiones más importantes quedaban sistemáticamente fuera de los intereses oficiales”. Sin embargo, esto no es óbice para desdeñar las posibles aportaciones que pudieran realizarse desde España, especialmente desde la apertura intelectual que tiene lugar con la llegada del milenio, porque se trata de una visión (la nuestra) “muy cualificada para hablar como testigo de la militarización de la política, la inflación, el imperialismo, el fundamentalismo religioso o la decadencia imperial”, además de poseer “una tradición literaria y humanista de prime orden”. Será precisamente aquel fundamentalismo católico, encarnado en “el odio al papismo”, el elemento cultural europeo que más despreciará Estados Unidos y que le llevará a construir su sistema político plural. 

Una de las personas que más contribuyeron a edificar ese pluralismo fue Eric Voegelin (1901–1984). La vida de este pensador fue una alegoría de lo que ocurrió con el pensamiento: nacido en Viena, pronto emigrará a Estados Unidos para “construir una ciencia madura de la política, una politología independizada de la tiranía del derecho público” reinante en la Europa de su tiempo. Voegelin “plantea (…) la comprensión del término dios como locus de poder, utilizado así por el hombre para generar orden en su existencia.” Pone su atención en las culturas tradicionales, distinguiendo a la egipcia, la mesopotámica y la helénica de la cultura hebrea. Si las dos primeras construyeron una omnipotencia que todo lo abarcaba, la griega “genera leyes que gobiernan la naturaleza, la materia, a los dioses y a los hombres”, mientras que la tradición judía distingue “dos áreas de realidad, vaciando el cosmos de toda divinidad” de forma que se produce una “renuncia a la omnipotencia”. El pueblo hebreo, entendiendo así la realidad, reconocen que “Dios es una ausencia y no una presencia”, como las palabras cuando ocultan el silencio, de lo cual “surge un mundo político más limpio en el que se doblega por primera vez la tentación de omnipotencia.”

A modo de conclusión, cabe señalar lo que a mi parecer deben ser las primeras piedras de un nuevo camino para la ciencia política: una superación del complejo frente a las ciencias naturales que permita a las humanidades retornar a la reflexión sobre el mundo interno y reforzar la moralidad, ayudar a que Europa desarrolle las aportaciones que hoy alberga en potencia y, por último, socavar la hegemonía del entretenimiento e incentivar la consciencia trascendente que rompa el abismo que separa a los seres humanos del resto de personas y de sí mismos.


El viaje será hacia dentro.

(*) Los entrecomillados pertenecen íntegramente al libro ‘La recuperación del buen juicio’ del catedrático de Ciencia Política Javier Roiz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario