Las ciencias sociales conservan
íntegro su complejo frente a las ciencias naturales; un complejo equivalente al
que sufren las letras con los números, tan abstractas aquéllas y tan
exactos éstos. Alguien observó una vez que mientras los hombres de ciencia
destinaban sus esfuerzos a hacer el mundo más sencillo, los de letras se
empeñaban en hacerlo más complicado. Esta frase, que me ha acompañado desde que
la leí, es un bálsamo para nuestro citado complejo y permite sacar pecho frente
a la eminente labor de los científicos naturales, pero no es suficiente. En la
actualidad seguimos viendo cómo las Facultades donde se enseñan conocimientos
humanistas se bautizan colocando el nombre “ciencias” antes del apellido, lo
que vuelve a denotar un longevo sentimiento de inferioridad empírica.
La ciencia de la política no
escapa a semejante fenómeno. Por ello la deriva que ha seguido la disciplina
encargada de ayudarnos a gobernar la vida se ha centrado en las categorías
logísticas de la misma, provocando “el
abandono del conocimiento ontológico de las formas y maneras de vivir”. Se
plantea así una pérdida de profundidad que converge con una sucesiva ganancia
en la superficialidad, no solo porque “se
ha ido desprestigiando todo conocimiento teórico en el que entren de alguna
forma el sentimiento, las pasiones, los sueños, las fantasías, la filosofía o
el arte”; sino porque además este ámbito del conocimiento, a fuerza de ser
desdeñado por los estudiosos, ha terminado por ser marginado también entre la
población. El resultado es un mundo donde, después de que Nietzsche matara a
Dios, los hombres debían marcar sus propios límites. Pero la moral se ha
disipado. En su lugar hemos desarrollado el castigo para la acción y la idea
desviada, o la percepción de “la
espiritualidad y la fantasía como restos irredentos (…) que, una vez privatizados como manías o
neurosis, acabarán por extinguirse.” Vamos a una homogeneización de la
existencia donde no existan las personas y sí las gentes. Y esta
evidencia se vuelve especialmente amarga cuando vemos nuestras universidades
abarrotadas de gentes recibiendo
clase, y una gran mayoría de gentes
impartiéndolas.
Si la Academia ha sucumbido y
la ciudadanía reproduce la derrota, ¿cómo revertir el proceso?
Hoy hablamos de una “destrucción de la inteligencia original y de
falta de sensibilidad” que a mi juicio se traduce en la separación espiritual
entre los hombres, y de éstos consigo mismos. Y cada intento de romper esta
brecha ha sido desechado u olvidado por nuestra época, lo saben Andrei Tarkovski, Johann Sebastian Bach y Fiodor Dostoievski; lo saben Ingmar Bergman,
Heinrich Schütz y Hermann Hesse. Se ha producido un trasvase del protagonismo en
Europa a Estados Unidos, y otro paralelo en el que la transcendencia ha perdido
peso en favor del entretenimiento, de ahí que los nombres que copen las
estanterías de nuestro tiempo sean Ken Follet, James Cameron, y Justin Bieber. Así
pues, se plantea la necesidad de volver a mirarnos dentro, de elaborar una
nueva ciencia política donde el mundo interno, esto es, “la letargia (…) debe ser liberada y puesta del lado del
conocimiento”. Y para ello en la retórica será pertinente no fomentar tanto
la dispositio y posterior elocutio, e incentivar la inventio: “la manera de pensar y decir que funciona in foro interno y que no requiere a veces de palabras; en
ocasiones es fruto del silencio, de las artes in-fantes de las naciones”.
A la hora de hacer pensamiento
político, nuestro país se ha visto tradicionalmente apresado de un lado por el
“fundamentalismo católico” y del otro
por “la exigencia revolucionaria de la
tradición marxista”, por lo que “desde
la posguerra las cuestiones más importantes quedaban sistemáticamente fuera de
los intereses oficiales”. Sin embargo, esto no es óbice para desdeñar las
posibles aportaciones que pudieran realizarse desde España, especialmente desde
la apertura intelectual que tiene lugar con la llegada del milenio, porque se
trata de una visión (la nuestra) “muy
cualificada para hablar como testigo de la militarización de la política, la
inflación, el imperialismo, el fundamentalismo religioso o la decadencia
imperial”, además de poseer “una
tradición literaria y humanista de prime orden”. Será precisamente aquel
fundamentalismo católico, encarnado en “el
odio al papismo”, el elemento cultural europeo que más despreciará Estados
Unidos y que le llevará a construir su sistema político plural.
Una de las personas que más
contribuyeron a edificar ese pluralismo fue Eric Voegelin (1901–1984). La vida
de este pensador fue una alegoría de lo que ocurrió con el pensamiento: nacido
en Viena, pronto emigrará a Estados Unidos para “construir una ciencia madura de la política, una politología
independizada de la tiranía del derecho público” reinante en la Europa de su tiempo. Voegelin
“plantea (…) la comprensión del término dios como locus de poder, utilizado así por el hombre para generar
orden en su existencia.” Pone su atención en las culturas tradicionales,
distinguiendo a la egipcia, la mesopotámica y la helénica de la cultura hebrea.
Si las dos primeras construyeron una omnipotencia que todo lo abarcaba, la
griega “genera leyes que gobiernan la
naturaleza, la materia, a los dioses y a los hombres”, mientras que la
tradición judía distingue “dos áreas de
realidad, vaciando el cosmos de toda divinidad” de forma que se produce una
“renuncia a la omnipotencia”. El
pueblo hebreo, entendiendo así la realidad, reconocen que “Dios es una ausencia y no una presencia”, como las palabras cuando
ocultan el silencio, de lo cual “surge un
mundo político más limpio en el que se doblega por primera vez la tentación de
omnipotencia.”
A modo de conclusión, cabe
señalar lo que a mi parecer deben ser las primeras piedras de un nuevo camino
para la ciencia política: una superación del complejo frente a las ciencias
naturales que permita a las humanidades retornar a la reflexión sobre el mundo
interno y reforzar la moralidad, ayudar a que Europa desarrolle las
aportaciones que hoy alberga en potencia y, por último, socavar la hegemonía
del entretenimiento e incentivar la consciencia trascendente que rompa el
abismo que separa a los seres humanos del resto de personas y de sí mismos.
El viaje será hacia dentro.
(*) Los entrecomillados pertenecen íntegramente al
libro ‘La recuperación del buen juicio’ del catedrático de Ciencia Política Javier Roiz.
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