"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

martes, 12 de diciembre de 2017

El amor y lo político*


En 1953, Hannah Arendt (1906-1975) inició un cuaderno que pretendía inaugurar una ciencia política. Allí, la pensadora anotó una reflexión reveladora:
“En el ámbito de la pluralidad, que es el de la política, hay que plantear todas las preguntas antiguas: qué es el amor, qué es la amistad, qué es soledad, qué es actuar, pensar, etc.” 
   A qué respondía exactamente que la primera cuestión introducida por Arendt al planear una nueva politología fuera la del amor, solo lo sabía ella, pero el gesto es ilustrativo. Primero porque la autora de Los orígenes del totalitarismo, igual que otras grandes figura de la Teoría política del siglo XX, experimentó la urgencia de volver a la historia de las ideas y preguntar al pasado qué perduraba de él en el presente; y segundo porque extraña ver el amor –y lo mismo podría decirse de los conceptos que siguen– en una lista de referencias políticas en la que, a priori, sería más verosímil encontrar el poder, el Estado o el sistema electoral. La intención de Arendt era la de oponerse con valentía a una ciencia política que ganaba fortaleza en la academia estadounidense y que remaba a favor de la predicción y el empirismo. Ella intuía que la política era una realidad en la que primaba lo fortuito, de forma que arduamente se prestaría a ser objeto de control. He ahí la razón de que las premisas que proponía fueran ajenas a la politología científica. 

   En el pasaje referido, la palabra que admite la presencia del resto es pluralidad, uno de los loci teóricos predilectos de Hannah Arendt. A lo largo de su producción intelectual, la autora germana se inclinó por entender que el fenómeno político era la amistad y no el amor. Planteó que el amor eliminaba “el en medio” en el que surge la política, al tiempo que el elemento político de la amistad residía en que garantizaba la escucha  –en alemán, hören, escuchar, forma parte de gehören, pertenecer, por lo que el primero porta una experiencia de alteridad en potencia–, de la misma forma que la philía, según veremos, había permitido lo mismo en las instituciones democráticas de la Atenas del siglo V a. C.

   Años después, Martha Nussbaum introdujo una expresión, la del amor político, que, a la luz de su reflexión, habrá de jugar un papel fundamental en nuestros tiempos:
“El amor (…) es lo que da vida al respeto por la humanidad en general, convirtiéndolo en algo más que un envoltorio vacío. Y si el amor es necesario en la sociedad bien ordenada de Rawls (como yo creo que lo es) cuánto más no lo será en las sociedades reales, imperfectas, que aspiran todavía a la justicia” . 
   Es relevante preguntarse si el amor es una fuerza antipolítica, según afirmaba Arendt; o si es un elemento relevante de lo político, en opinión de Nussbaum, por su facultad de reforzar los lazos que unen a los integrantes de una comunidad. 

   Las respuestas exigen volver la mirada a la Grecia clásica, un tiempo y un lugar en el que florecieron las palabras que fundan nuestras visiones del amor, aún vigentes. 


      La philía, mimbre de la polis

Decía María Zambrano (1904-1991) que el amor nació en Grecia, junto a la reflexión filosófica, en una época en que los dioses permitían a los seres humanos iniciar la búsqueda de sí mismos. La pensadora aludía al eros, probablemente la cristalización amorosa más representativa en la cultura helena. A su lado, sin embargo, existió un afecto que, sin el nervio pasional de eros, portaba virtudes unificadoras, la philía, que alcanzó su apogeo en la ciudad de Pericles (495-429 a. C.).

   La voluntad de escucha y de proponer en libertad y con respeto, la promoción del bien común, la vocación de unidad, el poso de prudencia, la firmeza de los lazos o la proyección en el tiempo son elementos que en la ciudad-estado resultaron providenciales, dado que los atenienses, desde finales del siglo VI hasta finales del V, avinieron en procurarse un régimen democrático, una novedad política que requería de los valores propios de la philía, y fundamentalmente de uno: la igualdad

   Es relevante introducir la relación que une a philía y a igualdad. Escribía Miguel de Cervantes (1547-1616) que de la novela de caballería podría decirse “lo mismo que del amor se dice: que todas las cosas iguala”, un fenómeno que en Grecia se plasmó de la siguiente forma: los iguales eran los ciudadanos, porque la igualdad se generaba en la política, un espacio a su vez reforzado por la philía, al punto que Aristóteles (384-322 a. C.) ideó un neologismo con que referirse a la que protagonizaban los ciudadanos: la philía politiké

   La philía en la ekklesía o en el ágora no exigía que los ciudadanos fueran amigos igual que lo fueron Pílades y Orestes, sino que el vínculo venía expresado por la isegoría, la facultad de expresarse y de ser escuchado por los iguales, de valorar las opiniones o las propuestas de un ciudadano en el grado en que nosotros exponemos las nuestras. La isegoría reivindicaba el poder de la palabra pronunciada y oída. Al igual que la amistad entre las ciudades griegas se expresó en forma de alianza, la philía en la polis era fundamentalmente isegoría y los provechos que podían resultar de ella: la unión, el intercambio o la reciprocidad. Al respecto, Arendt escribió:
“Isonomía no significa que todos sean iguales ante la ley ni tampoco que la ley sea la misma para todos sino simplemente que todos tienen el mismo derecho a la actividad política y esta actividad era en la polis preferentemente la de hablar los unos con los otros. Isonomía es por lo tanto libertad de palabra y como tal lo mismo que isegoría” . 
   La philía fue así una fuerza que respaldaba la política democrática griega, ya que su presencia incidió favorablemente en la puesta en común de sus ciudadanos.


   El ágape, inhibidor de la política


En el instante en que se produjo la venida de Jesús, ya hacía tiempo que la polis se había vencido a favor de una realidad política de mayores proporciones. El Imperium y su lógica habían agrandado unas perspectivas que previamente se reducían a las de la propia ciudad; por ello Sheldon Wolin (1922-2015) advertía del “carácter crecientemente abstracto de la vida política”. La pertenencia a la ciudad-estado había sido remplazada por las alusiones de los estoicos latinos al planeta, una inmensa civitas que recogía a todos los individuos. 

   Jerusalén, que ya había sido incorporada por Roma en vida de Jesús y que fue partícipe de la abstracción política que refirió Wolin, propuso una igualdad que no respondía a la de la polis helena o a la del universo estoico, sino que se edificaría sobre la ciudadanía celestial, lo que permitió a Pedro afirmar que la cristiandad sería en adelante el pueblo de Dios (1 Pedro 2: 10), igual que en el Tanaj los hebreos lo habían sido de Yahvé. Recuérdese la idea que Pablo (circa 5-58) repite tres veces: 
“Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (Efesios 2: 19) (…) Somos ciudadanos del cielo (Filipenses 3: 20) (…) No tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Hebreos 13: 14).”  
   Independientemente de si la realidad analizada es Atenas o Jerusalén, hay tres elementos en liza: el amor, la igualdad y el espacio en que se articulan. En Grecia, los tres se habían identificado, respectivamente, con la philía, la isegoría y la ekklesía; de igual forma, en el cristianismo respondieron al ágape, a la societas  y a la iglesia –palabra procedente de la voz helena, una reminiscencia pertinente–. Donde los griegos habían fomentado una igualdad política, la nueva fe generó una igualdad fundamentada en la filiación: una de las innovaciones de Jesús de Nazaret fue llamar abba a Dios, voz aramea que aludía al padre y a la que el profeta habría dado un uso insólito en la historia judía. 

   Dicha igualdad, en las antípodas del planteamiento griego de la philía, eximía a los cristianos de preocuparse por la elaboración de leyes, ya que las mismas habían sido reveladas en la palabra de Jesús. En Mateo 19: 18-19, uno de los pasajes de la Biblia en que el mesías cristiano explicó con mayor cuidado el cuerpo de la fe, se lee que los preceptos a guardar son los cinco últimos que Yahvé había dictado a Moisés en Éxodo 20: 1-17: de un lado, la prohibición del asesinato, del robo, del adulterio y del levantamiento de falso testimonio; y, del otro, la exhortación a la honra de los progenitores. Jesús incorporó al pentálogo un principio que, no habiendo sido incluido en las Tablas de la Ley, sí fue anotado en Levítico 19: 18: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Era una premisa que se añadía a lo recogido en Mateo 5: 43-47 y en Lucas 6: 27-35, de lo que hay posos en Tesalonicenses 5: 15, Corintios 4: 12 y 1 Romanos 12: 14, cuando se afirmó el amor por los enemigos, en oposición a lo escrito en el Antiguo Testamento, donde se había reflejado la animadversión por los enemigos de Yahvé. 


   De ahí que Pablo anotara: “La caridad es la ley en su plenitud”  (Romanos 13: 8-10), un mensaje que exhorta a la obediencia de las órdenes prescritas por el Dios neotestamentario, que se reducían a una: el ágape, fundamento del obrar cristiano.

   El cristianismo elaboró un relato que hizo reposar los elementos políticos en Él. Las leyes, ya lo hemos apuntado, fueron expuestas por Jesús; la ejecución de las mismas vino garantizada por las reiteradas invitaciones a rechazar la propia voluntad y aplicar la de Dios; y, finalmente, el juicio recayó igualmente en Él, según se afirma en numerosas oportunidades a lo largo de la Escritura (Marcos 16: 16; Mateo 12: 36; Juan 3: 18; Romanos 14: 10-12; 1 Corintios 4: 5; Hebreos 13: 4; 2 Pedro 3: 10; Apocalipsis 19: 11). 

   Dado que la fe plantea que Dios es el Ágape mismo (1 Juan 4: 8), lo que en Grecia había sido obra de los ciudadanos atenienses ayudados de la philía, en el cristianismo es siempre intervenido por el ágape. Los productos políticos –las leyes, la aplicación de las mismas o su posterior fiscalización– existían, pero no eran el resultado de la política, de la reunión y de la intervención de los interesados, sino de una orden divina: el Ágape.


     Conclusiones

Arendt planteó que los nuevos estudios políticos habrían de preguntarse qué es el amor. La pensadora alemana falló al decir de él que es “la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”, ya que hay oportunidades en que se presta a fortalecer lo político, según sabían los griegos del siglo V a. C.; y, al mismo tiempo, había un poso de realidad en sus palabras, es más: el ágape podría responder a su afirmación, una vez que aleja la política de los individuos y la proyecta a realidades ultraterrenas.

   Ella se preguntaba por la pluralidad, un requisito de la política, de ahí que rechazara a eros, porque eliminaba el en medio. Los atenienses respetaron el espacio al que se refería y la philía ayudó a ello; sin embargo, el amor no agota las posibilidades de la política solo por restringir el en medio, sino que existe una explicación añadida a la primera: la reunión de los poderes políticos en un solo Ser, que es en Sí mismo Amor. 

   Qué sea el amor, una de las preguntas antiguas que se realizaba Arendt en 1953, no lo sabemos. Ahora solo se ha intentado plantear que es un fenómeno capaz por igual de respaldar y de inhibir la política, siempre en función de cuál amor sea el propuesto, elección que prefigura el espacio en que se fomenta y la intención con que se aplica. 

*Escrito presentado en el Seminario de Doctorado UCM
¿Qué es la política? Lo político, la política y la despolitización en noviembre de 2017.

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