"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

martes, 12 de diciembre de 2017

Guerra y destino, vida y paz*


Guerra es cuando papá no está.
Zhenia Bélenkaia

Ramón Andrés publicó en 2016 un libro titulado Pensar y no caer. En él, Andrés se apoyaba en un cuadro, una música o una película para reflexionar sobre puntos urgentes de nuestros días: la inflamación de la identidad, el problema de Europa y los refugiados o el reparto desigual reclamaron la atención del erudito. En una práctica análoga, en las próximas páginas recuperaré cuatro escenas literarias en aras de reflejar, desde una perspectiva humanista, sendas realidades que, en los escritos rescatados, se produjeron exclusivamente gracias a la existencia de una guerra. Dichas realidades son, en orden de exposición: la valentía guerrera, oportunamente inspirada por los dioses; la fatalidad del guerrero y su proceder frente a ella; el adiós a la vida del guerrero en agonía y su reflexión última; y la invocación de la paz a la luz de la bondad del ser humano.

   Las primeras referencias proceden de la épica grecolatina, la Ilíada y la Eneida, y las siguientes de dos literatos rusos: Lev N. Tolstói (1828-1910) y Vasili S. Grossman (1905-1964), cuyos libros mayores inspiran el título del presente escrito. 


     Guerra
     Eneida, Libro II   

Después de la caída de Troya, Eneas inició su viaje por el Mediterráneo. En una de las escalas previas a la llegada a Italia, el héroe y su séquito, protegidos por Venus, se dirigieron a Cartago. Allí, la reina Dido, que luego se enamoró del huido, ofreció un festín a los visitantes y pidió a Eneas que relatara las aventuras de la guerra. Inflamado por los recuerdos, el héroe refiere su arenga de la última noche:

                                                “Al ver unánime 
                                                 su ansia de lucha, los arengo: <<Jóvenes, 
                                                 que en vano derrocháis tanto heroísmo,
                                                 si para extremos últimos de audacia
                                                 bríos sentís, pensadlo: es recio trance.
                                                 Templos y altares repudiando esquivos,
                                                 se fueron las deidades que este imperio
                                                 mantuvieron en pie. De un pueblo en llamas
                                                 os hacéis defensores… Mas muramos
                                                 desafiando de frente los aceros:
                                                 ¿Qué salvación queda al vencido? Una:
                                                 no esperar salvación>>".

   De la misma forma que el discurso fúnebre de Pericles (495-429 a. C.) reunía los fundamentos de la Atenas clásica, en la efervescencia de Eneas se revela qué idea del guerrero era ponderada en los años en que Virgilio (70-19 a. C.) escribió su opus magnum. Roma latinizó la voz griega hērōs, que no solo aludía al épico líder militar, sino además al semidiós  –no ha de resultar extraño que, al ir a cruzar un fuego, el protagonista afirme de sí: “Un dios me guía”–, un ser que, a la luz de lo proclamado por Eneas, responde únicamente a la valentía. Es por ello que el ánimo del primero de los troyanos, a sabiendas de afrontar un fracaso inminente, ignora lo militar e invita a alcanzar la salvación perseverando en la resistencia, la única victoria posible una vez que se sabían vencidos. 

   Al instante, los jóvenes “sienten trocarse su valor en furia”, con lo que respondieron a la palabra de su líder y además cumplieron con los valores vigentes. Es una idea que Eneas, personificando el ideal referido, repite unos versos después, al afirmar:

                                                          "Mi ansia despierta
                                                           quiero sumarme a los que fieles luchan
                                                           por el palacio real, y con mi esfuerzo
                                                           dar aliento al valor de los vencidos". 

   A lo largo de la Eneida, Virgilio apela en un elevado número de oportunidades al pundonor de sus personajes predilectos; el poeta latino llega incluso a reprenderlos si no son aguerridos y los ennoblece si han caído luchando. El nervio del planteamiento, sin embargo, se encuentra ya en el relato de Eneas durante el simposio de Dido, en el que la heroicidad y la inspiración divinas se presentan asociadas al ardor guerrero.


     Destino
     Ilíada, Canto XXIV

Príamo, rey de Troya, había visto caer a la mayoría de sus hijos. Sin embargo, la pérdida de uno de ellos, producida durante la guerra con los aqueos, fue en extremo dolorosa: Aquiles venció a Héctor, el príncipe de la ciudad, a sabiendas de que si lo hacía moriría, según había adelantado Tetis, su progenitora. Iris, a propuesta de Zeus, pidió entonces a Príamo que rescatara el cuerpo de Héctor, custodiado por Aquiles. El rey, llegado al campamento enemigo gracias a la guía de Hermes, se dirige a él:

                                        “<<Mi desdicha es completa: he engendrado los mejores hijos
                                        en la ancha Troya, y de ellos afirmo que ninguno me queda.
                                        Cincuenta tenía cuando llegaron los hijos de los aqueos (…)
                                        y el único que me quedaba y protegía la ciudad y a sus habitantes,
                                        hace poco lo has matado cuando luchaba en defensa de la patria,
                                        Héctor. Por él he venido ahora a las naves de los aqueos, 
                                        para rescatarlo de su poder, y te traigo inmensos rescates.
                                        Respeta a los dioses, Aquiles, y ten compasión de mí. 
                                        Por la memoria de tu padre. Yo soy aún más digno de piedad
                                        y he osado hacer lo que ningún terrestre mortal hasta ahora:
                                        acercar a mi boca la mano del asesino de mi hijo>>.”  (493-506).

   Homero, que con sus epopeyas inspiró siete siglos después la escritura de la Eneida, recreó igual que Virgilio los ideales guerreros de su época. Príamo no solo era un vencido, igual que Eneas, sino que además había perdido a su hijo, fallecido con honor; aun así, fue al refugio de su asesino y reclamó el cadáver. Aquiles, que reconoció la valentía del soberano, en el que vislumbraba la figura de su padre, una vez “satisfecho de llanto” , se apiadó del anciano y atendió su súplica, no sin antes ofrecerle los mejores alimentos. 

   Aquiles era sabedor de que eliminar al príncipe troyano significaba sellar su propia suerte: Héctor se lo recordó, ya moribundo, al prever su caída, de la que Paris y Apolo serían responsables (Canto XXII, 359). El héroe aqueo ignoró su sino y vengó la muerte de su escudero Patroclo, al que unía un vínculo de profunda intimidad.

   La pérdida de Héctor en defensa de la patria valió la internación de Príamo, orgulloso de su prole, en las naves enemigas y la petición de sus restos, aun postrado en presencia de Aquiles; la pérdida de Patroclo había provocado la indolencia del primero de los aqueos frente a su fin, que había sido anunciado en dos oportunidades. Hoc erat in fatis

   Ya planteó Eneas que la única salvación del vencido era no esperar salvación.


     Vida
     Guerra y paz, Libro IV

En 1867, once años después de participar en la Guerra de Crimea, Lev N. Tolstói, que se pensó heredero de la épica de Homero, publicó Guerra y paz. Ya avanzado el relato, Tolstói plasmó allí la agonía y el postrero fallecimiento del príncipe Andrei N. Bolkonski, gravemente herido en la batalla de Austerlitz. En las postrimerías de la vida, Andrei, que había opuesto la insignificancia de Napoleón (1769-1821) a la gravedad de los procesos que venía experimentando, ya claudicado, reflexionaba:    
<<El amor: ¿qué es el amor?>>, pensaba.
<<El amor se opone a la muerte; el amor es vida. Todo lo que comprendo lo entiendo porque amo. Todo, todo existe únicamente porque amo. Todo está ligado por el amor únicamente. El amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y eterno>>. ”
   Alrededor de dos mil quinientos años alejan la agonía de Héctor y la de Andrei, dos príncipes que, presenciando el final, se expresan: el primero se rinde con una advertencia a su verdugo, el segundo saluda el providencial hallazgo de una nueva vida. Cornelius Castoriadis (1922-1997) planteó que los griegos pensaban que la muerte era el final ; sin embargo, Tolstói era cristiano, de forma que no es azaroso que proponga un ocaso que no es sino el regreso a Dios, identificado con el amor: Théos agape estin (1 Juan 4: 8).

   La muerte podría haber alcanzado al príncipe Andrei de todas las formas posibles, pero se produjo a raíz de una herida de guerra. Con los años, el responsable de que fuera así, se volvió el pacifista par excellence de su tiempo; a dos meses de fallecer, el literato escribió una carta a Mahatma Gandhi (1869-1948) que influyó profundamente en el líder indio. En ella, Tolstói decía que el amor es “el esfuerzo de las almas de los seres humanos hacia la unidad y el comportamiento dócil entre sí que resulta de ello” . Veladamente o no –solo habían pasado cinco años de la guerra ruso-japonesa, aún viva en el recuerdo del autor de Anna Karenina–, Tolstói afirmaba que la guerra era lo opuesto al amor: donde éste procuraba un comportamiento dócil, aquélla era el espacio del extremo opuesto.

   Inmediatamente después de la muerte de Fiódor M. Dostoievski (1821-1881) se perpetró el magnicidio del zar Alejandro II (1818-1881); de la misma forma, no se habían cumplido cuatro años del final de Tolstói en la estación de Astápovo cuando el 28 de junio de 1914 se produjo el asesinato del archiduque Francisco Fernando (1863-1914) en Sarajevo. Diera la impresión de que fueron el freno del mal, un katechon (2 Tesalonicenses 2: 6-7), igual que lo fue el profeta galileo al que seguían.   

   Paz
   Vida y destino, Segunda parte

Vasili S. Grossman (1905-1964), que falleció después de ser perseguido por el régimen soviético, ideó en Vida y destino a Ikónnikon-Morzh, un personaje que respondía al perfil del santo laico, ya vivido. Internado en un campo de reclusión alemán durante la Segunda guerra mundial, Ikónnikon-Morzh redactó, de forma clandestina, unas notas previas a su ejecución; en ellas aún se percibe latente el tolstoísmo que, según refiere Grossman, el personaje había profesado:
“El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plaza (…) Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido (…) al margen del bien religioso y social (…) El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.” 
   Tzvetan Todorov (1939-2017), ferviente lector de Grossman, publicó en el año 2000 un libro de título ilustrativo: Mémoire du mal, tentation du bien. Todorov nació y vivió en Bulgaria hasta 1953, por lo que había llegado a reconocer la naturaleza de los regímenes totalitarios: la Alemania nazi y la Unión Soviética, procurando el bien, infligieron el mal. Identificando la perversión resultante de obviar lo humano en aras de un fin idealizado, Grossman y Todorov plantearon el mismo propósito: “El hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre” . De ahí que Ikónnikon-Morzh apelara a la bondad innata de todo individuo, que no precisa de un estímulo externo.

Grossman rompió no solamente con la visión de sus coetáneos comunistas, sino incluso con la de la fe cristiana que profesaron sus referentes literarios del siglo XIX: en opinión de Grossman, el bien no reside en la Historia o en Dios, sino en la bondad de las personas del común, ajena a doctrinas filosóficas, políticas o religiosas. Los planteamientos del autor de Todo fluye y los de Tolstói, sin embargo, se reunieron en un punto: el amor, de nuevo invocado en plena guerra por uno de sus espectadores ilustres, es el fenómeno opuesto al mal propagado en sus respectivas épocas . 

El pensamiento que se inclina por permitir que el orden político repose únicamente en la bondad humana ya había sido revisado por Nicolás Maquiavelo (1469-1527), que apuntó en El príncipe: “Un hombre que quiera hacer en todo profesión de bueno, acabará hundiéndose entre tantos que no lo son” . A juicio del que escribe, Tolstói y Grossman no fueron dos ilusos; lejos de ignorar la maldad, su propuesta no fue la de una solución perentoria e infalible, sino un clamor: igual que Dante (1265-1321)  reconoció l’ardor santo que refulge en el interior del ser humano, junto al que alumbra su opuesto, los escritores rusos apelaron a él con intención de avivarlo; tan olvidado lo intuyeron. 


     Conclusiones

Huelga advertir de la influencia de la Ilíada en las obras de Virgilio y de Tolstói, o de la inspiración que fue Guerra y paz en Grossman. Aun así, las cuatro referencias, al ser proyecciones de la forma en que el ser humano ha ido afrontando la guerra a lo largo de los siglos, no resulta extraño reconocer profundas oposiciones entre el primer y el segundo grupo. El ideal del guerrero preponderó en los clásicos iniciales, sin que obste que Homero vivió en la época arcaica y Virgilio unas décadas antes del advenimiento de Jesús de Nazaret. En Eneas o en Aquiles no primó forzosamente el Sein zum Tode, usando la expresión de Martin Heidegger (1889-1976), sino el Sein zum Ruhm, el ser-a-la-gloria, solo que alcanzar la última requería exponerse a la primera. Los segundos, en cambio, se opusieron al enfrentamiento e, independientemente de la valentía o de la falta de ella, lo fundamental del príncipe Andrei y de Ikónnikon-Morzh es lo que experimentaron en oposición a la guerra: la forja de un amor que extinguiera el mal del que fueron víctimas. 

   A principios de los años ochenta, en la época en que investigó la invasión soviética de Afganistán, Svetlana A. Alexiévich se indignaba al ver que, con los jóvenes perdiendo la vida en el frente, a su alrededor solo se escribía sobre relaciones internacionales, geopolítica y fronteras . El propósito ahora ha sido precisamente no incurrir en ello y reflexionar sobre lo íntimamente ligado al ser humano, que al final podría reducirse a dos palabras: el valor con el que se pensó a los héroes en la Ilíada y la Eneida; y el amor con que, en Guerra y paz y Vida y destino, se anheló eliminar la posibilidad de nuevas guerras.

* Escrito presentado en el Seminario de Doctorado UCM
La era de la guerra total: guerra, Estado y sociedad (1914-2015) en noviembre de 2017

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