La Historia
guarda entresijos curiosos, como aquel que sitúa el lugar de nacimiento de
Adolf Hitler y el de Iósif Stalin fuera de Alemania y de Rusia,
ya que el primero nació en Austria y el segundo en una región que hoy pertenece
a Georgia. El cine, como arte que ubica su hueco en la Historia,
también guarda algunos acontecimientos destacables. Se me viene a la cabeza el
famoso concurso de imitadores de Charlot que Charles Chaplin, creador del
personaje, no consiguió ganar; o la ‘no-efeméride’ que dejó a Alfred Hitchcock
sin un Óscar como mejor director. Lejos de las barras y las estrellas, en el
Viejo Continente también la Providencia
ha querido que guardemos recuerdo de algunos lugares comunes, y el que nos trae
hasta aquí es uno de los más memorables: hoy hace cinco años el mundo perdía a
Michelangelo Antonioni y a Ingmar Bergman.
Siendo creadores totalmente
distintos, Antonioni innovó en la narrativa audiovisual introduciendo un
lenguaje que hasta entonces resultaba desconocido. Si el cine pensaba que se
acercaba a tocar el horizonte, el director italiano lo alejó un poco más. Sin
embargo, como casi siempre que un artista trasciende los límites en su campo,
los metrajes densos y de hondo calado intelectual fueron completamente
incomprendidos, incluido por el autor de estas líneas que, en un primer
momento, no supo encajar el ritmo lento e innovador de Antonioni. El público
masivo le dio la espalda en algunos momentos acusándolo de practicar un cine
incomprensible y elitista; en esa crítica Billy Wilder llegó a afirmar: "Antonioni seguro que es un gran director, un gran artista. Pero en lo
que a mí se refiere, soy incapaz de mantenerme despierto". A pesar de todo logró un notorio
éxito entre la crítica y sus compañeros de profesión, logrando, entre otros, el León de Oro de 1964 en
Venecia por El desierto rojo y la
Palma de Oro en Cannes dos años después gracias a Blow-Up.
Dice Ángel Fernández-Santos, uno de los mejores escritores cinematográficos que
conozco, que Antonioni le robó espacio a la literatura llevando a la pantalla
recursos que solo se habían conocido en la novela. Esto provocó que en sus realizaciones
alternara momentos de genio con vacuidades de difícil digestión, especialmente
en la saga donde definió su estilo y que lo dio a conocer internacionalmente:
la trilogía de la incomunicación, compuesta por La aventura, La noche y El eclipse. Cuando ya había abarcado la parte más importante de su obra a
mediados de los ochenta, sufrió un infarto cerebral que lo mantuvo sin habla
e inmovilizado durante años, marcando este fatídico acontecimiento el inicio de
la inconsistencia de su trabajo posterior.
Bergman, por su parte, es sencillamente el creador cinematográfico que se ha hecho las preguntas más altas. Afirma Andrei Tarkovski, otro gran maestro ruso, que la valía de un director no reside en cómo ha hecho una película sino en la inspiración que movió a su autor a realizarla. Si seguimos esta máxima es posible que el cineasta sueco haya sido el mejor de todos. Existencialista y atormentado, Bergman ha evocado varias de las incertidumbres mayores que pueden sacudir al ser humano, y lo ha hecho desde un tratamiento sin igual de este “invento sin futuro”-como dijeron los hermanos Lumiere- que llamamos cine. Sin embargo, el genio de Bergman apenas encontró respuestas; como él mismo afirma en referencia al misterio de la muerte que plasmó en El séptimo sello: "Mi película no tiene respuesta para eso", como buen filósofo de las preguntas eternas. Ángel Fernández-Santos, de nuevo, lo definió como “el más libre y elocuente de los artistas (…), coloso del cine y del teatro y uno de los artistas de la zona medular de este moribundo siglo”. Amante del séptimo arte, el maestro dedica un pasaje de sus memorias a su compañero italiano: “Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios que Tarkovski [los sueños]. Antonioni iba por ese camino, pero se mató ahogado en su propio aburrimiento”.
La suerte quiso que ambos
fallecieran el 30 de julio de 2007. Ingmar Bergman, con 89 años, lo hizo de
madrugada; Michelangelo Antonioni, que había alcanzado los 95, a las ocho de la tarde. Hace
unas semanas cayó en mis manos, por completo capricho del azar, el ejemplar del
diario La Razón
del 31 de julio de aquel año. Allí Alfonso Ussía recordaba la memoria de los
dos directores en un artículo titulado Muy en paz, que terminaba de forma muy
elocuente: “Que Bergman y Antonioni descansen en paz. Y nosotros, también”.
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