"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

lunes, 30 de julio de 2012

30 de julio, 2007



         La Historia guarda entresijos curiosos, como aquel que sitúa el lugar de nacimiento de Adolf Hitler y el de Iósif Stalin fuera de Alemania y de Rusia, ya que el primero nació en Austria y el segundo en una región que hoy pertenece a Georgia. El cine, como arte que ubica su hueco en la Historia, también guarda algunos acontecimientos destacables. Se me viene a la cabeza el famoso concurso de imitadores de Charlot que Charles Chaplin, creador del personaje, no consiguió ganar; o la ‘no-efeméride’ que dejó a Alfred Hitchcock sin un Óscar como mejor director. Lejos de las barras y las estrellas, en el Viejo Continente también la Providencia ha querido que guardemos recuerdo de algunos lugares comunes, y el que nos trae hasta aquí es uno de los más memorables: hoy hace cinco años el mundo perdía a Michelangelo Antonioni y a Ingmar Bergman.

Siendo creadores totalmente distintos, Antonioni innovó en la narrativa audiovisual introduciendo un lenguaje que hasta entonces resultaba desconocido. Si el cine pensaba que se acercaba a tocar el horizonte, el director italiano lo alejó un poco más. Sin embargo, como casi siempre que un artista trasciende los límites en su campo, los metrajes densos y de hondo calado intelectual fueron completamente incomprendidos, incluido por el autor de estas líneas que, en un primer momento, no supo encajar el ritmo lento e innovador de Antonioni. El público masivo le dio la espalda en algunos momentos acusándolo de practicar un cine incomprensible y elitista; en esa crítica Billy Wilder llegó a afirmar: "Antonioni seguro que es un gran director, un gran artista. Pero en lo que a mí se refiere, soy incapaz de mantenerme despierto". A pesar de todo logró un notorio éxito entre la crítica y sus compañeros de profesión, logrando,  entre otros, el León de Oro de 1964 en Venecia por El desierto rojo y la Palma de Oro en Cannes dos años después gracias a Blow-Up. Dice Ángel Fernández-Santos, uno de los mejores escritores cinematográficos que conozco, que Antonioni le robó espacio a la literatura llevando a la pantalla recursos que solo se habían conocido en la novela. Esto provocó que en sus realizaciones alternara momentos de genio con vacuidades de difícil digestión, especialmente en la saga donde definió su estilo y que lo dio a conocer internacionalmente: la trilogía de la incomunicación, compuesta por La aventura, La noche y El eclipse. Cuando ya había abarcado la parte más importante de su obra a mediados de los ochenta, sufrió un infarto cerebral que lo mantuvo sin habla e inmovilizado durante años, marcando este fatídico acontecimiento el inicio de la inconsistencia de su trabajo posterior.



Bergman, por su parte, es sencillamente el creador cinematográfico que se ha hecho las preguntas más altas. Afirma Andrei Tarkovski, otro gran maestro ruso, que la valía de un director no reside en cómo ha hecho una película sino en la inspiración que movió a su autor a realizarla. Si seguimos esta máxima es posible que el cineasta sueco haya sido el mejor de todos. Existencialista y atormentado, Bergman ha evocado varias de las incertidumbres mayores que pueden sacudir al ser humano, y lo ha hecho desde un tratamiento sin igual de este “invento sin futuro”-como dijeron los hermanos Lumiere- que llamamos cine. Sin embargo, el genio de Bergman apenas encontró respuestas; como él mismo afirma en referencia al misterio de la muerte que plasmó en El séptimo sello: "Mi película no tiene respuesta para eso", como buen filósofo de las preguntas eternas. Ángel Fernández-Santos, de nuevo, lo definió como “el más libre y elocuente de los artistas (…), coloso del cine y del teatro y uno de los artistas de la zona medular de este moribundo siglo”. Amante del séptimo arte, el maestro dedica un pasaje de sus memorias a su compañero italiano: “Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios que Tarkovski [los sueños]. Antonioni iba por ese camino, pero se mató ahogado en su propio aburrimiento”.

La suerte quiso que ambos fallecieran el 30 de julio de 2007. Ingmar Bergman, con 89 años, lo hizo de madrugada; Michelangelo Antonioni, que había alcanzado los 95, a las ocho de la tarde. Hace unas semanas cayó en mis manos, por completo capricho del azar, el ejemplar del diario La Razón del 31 de julio de aquel año. Allí Alfonso Ussía recordaba la memoria de los dos directores en un artículo titulado Muy en paz, que terminaba de forma muy elocuente: “Que Bergman y Antonioni descansen en paz. Y nosotros, también”. Quizás prefería Cine de Barrio.