"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

sábado, 10 de diciembre de 2016

En reconocimiento a la BBC


   "El volumen entero de la naturaleza nos ofrece verdades deleitosas que 
pueden ser confirmadas por los sentidos y por la observación, a mi 
parecer el camino más seguro para recorrer el laberinto de la verdad".

Thomas Browne, El jardín de Ciro

   En las líneas iniciales del primer volumen de su Historia, Heródoto escribió que realizó su ingente labor "para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las empresas realizadas (...) queden sin realce". Había en el historiador griego un ánimo de legar la realidad próxima, de testimoniarla a las generaciones por venir. Él no sabía, no podía saberlo, que no solo íbamos a heredar sus crónicas: gracias a él, además, hemos recibido el ánimo de escribir las nuestras. 

   En una era en la que las vestiduras del planeta crujen con urgencia, la BBC lleva decenios recogiendo el testigo de Heródoto para darnos fe de nuestro entorno: música, arte, ciencia, historia, astronomía, medicina, religión, literatura o política han sido protagonistas de sus innumerables fotogramas. Un apartado ha resaltado, no obstante, sobre el resto: la naturaleza. Y, con ella, indefectiblemente, la presencia del venerable David Attenborough, que cumplió noventa años el 8 de mayo y sigue ejerciendo su labor sin intención, por ahora, de jubilarse.  

   En el momento de escribir estas líneas, en Reino Unido recién ha finalizado la emisión de Planet Earth II, que ha visitado los hogares británicos durante las seis últimas semanas. La serie ha sido unánimemente aplaudida, mejorando la recepción de su predecesora. Ayer mismo, fuentes internas de la cadena especulaban con la posibilidad de realizar una tercera entrega. No en vano, Planet Earth II es el mayor esfuerzo realizado por la BBC hasta hoy, una producción que ha requerido cuatro años de trabajo y que ha llevado a sus numerosos responsables a visitar cuarenta países. El broche ha sido la grabación de la que, se dice, es la mejor escena de naturaleza que se ha rodado: la que enfrentó, en las Islas Galápagos, a unas iguanas recién nacidas con las serpientes que intentaban atraparlas. 



   La sonrisa de Attenborough al final de la cabecera que abrió el primer capítulo reflejaba el gozo de haber llegado al punto más alto de su carrera, que ha sido un incesante mejorar. Durante seis décadas, el naturalista y sus ayudantes nos han mostrado animales y plantas, fósiles incluidos; paisajes y fenómenos atmosféricos; desiertos, montañas y mares. ¡Hasta su carrera fue objeto de un documental de tres episodios! El espigado mozo que perseguía torpemente caimanes y armadillos en Zoo Quest, su primera iniciativa en televisión, dio rápidamente paso al carismático presentador cuyo peculiar acento hoy es reconocible por todos. Tal es la armonía con su trabajo que en numerosas oportunidades ha dado la impresión de que los animales se predisponían cuando se aproximaba: le hemos visto gritar de entusiasmo al navegar junto a una ballena azul que salía a respirar, susurrar al lado de un grupo de gorilas que le había recibido con gusto o ser saludado por un perezoso sonriente

   Gracias a las páginas de Herodoto, los que llegamos después sabemos, por ejemplo, quiénes fueron CresoCiro II el Grande y Darío I, y que helenos y bárbaros lucharon en las Guerras Médicas. De la misma forma, un día sabremos que existieron los animales que habitan el planeta gracias únicamente al recuerdo que intentamos preservar hoy. Viendo la labor de Joel Sartore, que fotografia contrarreloj a todas las especies vivas; o la del valiente documentalista Louie Psihoyos, es probable que no sea una fecha lejana: la extinción masiva de animales, que perecen por nuestra mano, es una realidad. Y nuestra ajada memoria habrá de valerse de las crónicas, hoy con imágenes y sonidos, que un día elaboraron personas entregadas a impedir que las criaturas de la Tierra quedemos en el olvido y sin realce. Heródoto dixit.

David Attenborough con un chimpancé

sábado, 12 de noviembre de 2016

Violín y sepulcro

  "Los seres humanos solo pueden hallar el bienestar en su unión mutua. 
Y solo se alcanzará cuando cada persona, sin pensar en dicha unión, 
se preocupe únicamente por cumplir las leyes de la vida".

Lev Tolstói, La ley de la violencia y la ley del amor 

   El 10 de enero de 1860, Iván S. Turguénev planteó, en uno de los discursos más bellos pronunciados por un literato, que el ser humano respondía a dos naturalezas opuestas: la primera, egoísta, encarnada en la figura de Hamlet; y la segunda, generosa, representada por don Quijote. Al decir de Turguénev, la virtud del altruísta es ser portador de una fuerza centrífuga por la que "todo lo existente existe solo para los otros, un principio de fidelidad y sacrificio alumbrado por una luz cómica".

   El 22 de octubre de 2011, durante la recogida del Premio Príncipe de Asturias, Leonard Cohen, en una de las alocuciones más hermosas pronunciadas por un músico, mostró su pertenencia a la segunda de las opciones propuestas por el escritor ruso. Y lo hizo de la misma forma que en los setenta y siete años previos al galardón: con humildad y gratitud, las dos únicas banderas posibles. "Todo, todo lo que ustedes juzgan digno en mis canciones, en mi poesía, proviene de su país. Les agradezco la cálida hospitalidad que han mostrado a mi trabajo, porque realmente les pertenece, y ustedes me han permitido estampar mi firma al pie de la página", afirmó.

  
Leonard Cohen
Cohen, igual que Mozart y Tarkovski, vio venir el final. Del mismo modo, legó una obra testamentaria: su Réquiem, su Sacrificio, se ha titulado You want it darker. En él, previendo la inminencia del ocaso, clamó con Abraham ¡Hineni, hineni!: "Héme aquí". El parangón con David Bowie ha sido inevitable, si bien el cantante británico recurrió en su último disco a Lázaro, un resucitado, Cohen llevaba meses afirmando que no iba a ofrecer resistencia: "Estoy listo para morir", reveló en rueda de prensa el 12 de octubre. 

   Cumplía así con una premisa que él mismo había enunciado durante el discurso en Asturias: "Nunca plañir con displicencia. Y, si alguien va a expresar la gran e inevitable caída que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza". ¿Podríamos imaginar una dignidad y belleza mayores que la de recibir el crepúsculo asintiendo, habiendo entendido que es lo natural, que así debe ser y que no es de recibo resistirnos a su cumplimiento?

   No sería extraño que, en su funeral, se oyera la Trauermarsch de la Sinfonía n. 1 de Mahler, precisamente por ser una marcha, que al fin es lo propio del que se va. ¿Han pensado en la reposada asunción de la muerte que habita en la melodía del compositor checo? La misma que, probablemente, habría deseado para sí y que con seguridad adornaba a Cohen. Porque su enseñanza fundamental es que vivir y morir, en lo que a nosotros, tristes humanos, respecta, es lo mismo: un irse dando, un dar yéndose. Maestro es quien, sabiéndolo o no, logra llevarlo a término.

  Y henos aquí, galapaguitos, viendo cómo, paulatinamente, una a una, las voces autorizadas de nuestros días se van extinguiendo. Postrados, heredamos el credo, uno que nos llama a reabrir la grieta por la que vuelva a penetrar la luz.   

   Entretanto, violín y sepulcro, Leonard. En tu hombro solloza la muerte.    



domingo, 23 de octubre de 2016

"La ley y el objetivo de nuestra vida"


"Uno de los recursos disponibles para ayudarnos a darle sentido a la vida, a elegir, y a proponer y aceptar criterios para nosotros, es la vivencia de voces singulares y autorizadas, que no son la propia, las cuales conforman el gran cuerpo de las obras que educan el corazón y los sentimientos y nos enseñan a estar en el mundo, que encarnan y defienden el esplendor del lenguaje (es decir, expanden el instrumento fundamental de la conciencia): a saber, literatura". 
Susan Sontag, Al mismo tiempo

En los primeros párrafos del Plan de Fomento de la Lectura vigente, elaborado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, se lee que la lectura es una “herramienta fundamental en el desarrollo de la personalidad y de la socialización de cada individuo como elemento esencial para convivir en democracia”, por lo que se anima a la “implicación de todos en la consolidación de una sociedad lectora”.

Ninguna objeción. En efecto, leer es un ejercicio que permite, en el mejor de los escenarios, que la persona que lo practica prospere, y su fomento es una labor colectiva. Ahora bien, ¿es indicado promover una sociedad lectora ignorando qué elementos van a alimentar a los individuos que formen parte de ella? ¿Se puede legitimar la forma ignorando el fondo? Plantearse tales preguntas podría resultar peliagudo, fundamentalmente por una razón: podríamos incurrir en un debate normativo en el que nos viéramos sentando cátedra sobre qué es oportuno leer y qué no, con el inevitable e indeseable sesgo que ello implica.

Sin embargo, hay un motivo aún mayor para abordar el problema: ignorarlo resulta más imprudente que enfrentarlo. Más si cabe cuando, a principios de mes, el Centro de Investigaciones Sociológicas hizo público su barómetro sobre los hábitos lectores de los españoles, con un resultado ligeramente peor que el de años anteriores: si en 2014 el porcentaje de ciudadanos que no leía nunca o casi nunca era del 35, en el presente curso es del 36%; al tiempo que los encuestados que afirman leer todos o casi todos los días ha bajado del 29’3 al 28’6%. En otras palabras, el número de lectores no alcanza al de no lectores… por más de siete puntos.   

La primera salvedad es evidente: no cabe hablar de una sociedad lectora si más de un tercio de sus integrantes no lee libros. Además, sabemos que, del 36% de personas que no leen nunca o casi nunca, prácticamente la mitad, un 42, 3%, no leen porque la lectura no les gusta o no les interesa, dato que nos lleva a la segunda salvedad: es inviable remar a favor de la lectura si no se atiende a las necesidades y anhelos de la población. Por lo que volvemos al inicio: ¿es oportuno fijar el objetivo sin labrar una senda y sin proveer a los caminantes de los útiles apropiados?

En los regímenes no democráticos, es uso de los gobernantes redactar una lista de libros proscritos; en las democracias liberales, no obstante, una de las funciones de un ministerio bien podría ser la de posicionarse frente a los imperativos del mercado y tratar, en lo posible, de calibrarlos. Existen iniciativas con participación ministerial dirigidas a los jóvenes con el fin de educarles en la lectura (véanse, por ejemplo, el Proyecto de Lectura para Centros Escolares o el Servicio de Orientación a la Lectura). Sin embargo, se entiende que, llegados a la adultez, los individuos ya han formado su criterio lector, permitiéndoles seguir su propio juicio.

La escritora estadounidense, Susan Sontag

A un lado, encontramos los libros; al otro, la literatura. El libro es un objeto con el que editoriales y establecimientos intentan ganar dinero para proseguir con su labor. La literatura, entendida de la misma forma que George Steiner presenta la poesía, es decir, un ejercicio de creación, aspira a ubicarse lejos de los voraces ritmos mercantiles, igual que los pintores, los músicos o los cineastas serios, preocupados por edificar una obra y no por generar un producto. Leamos a Susan Sontag:

“Un narrador que se adhiere a la literatura es, por necesidad, alguien que reflexiona sobre problemas morales: sobre lo justo y lo injusto, lo mejor y lo peor, lo repugnante y admirable, lo lamentable y lo que inspira alegría y beneplácito”.

Entenderá fácilmente el lector que los puntos enumerados por la pensadora estadounidense no son precisamente los motivos centrales que los autores con mejores índices de ventas han plasmado en sus escritos. Valga un ejemplo representativo de las intenciones que nos rodean, el de Ildefonso Falcones, autor de La catedral del mal (libro que vendió más de seis millones de ejemplares), quien, al ser preguntado por su nuevo libro, Los herederos de la tierra, respondió: “El objetivo es vender lo máximo”. ¿Imaginan a Shakespeare, a Miguel Ángel o a Mozart hablando en los mismos términos de una de sus creaciones? De acuerdo, no apuntemos tan alto, tan lejos: ¿se figuran ustedes a José Saramago, Antonio López o a Arvo Pärt diciendo que el objetivo de sus obras es vender lo máximo?

Antonio Machado
El problema no es que una creación sea rentable o, si lo prefieren, que genere ingresos de una u otra forma –no es preciso decir que la aspiración de un artista que desea vivir de su arte es legítima–, el problema es que un individuo dé a luz a un producto que se inscribe en lo cultural con la notoria intención de generar rentabilidad. Que el foco del autor se fije en el dinero que producirá su labor en lugar de expresarse desde lo íntimo; de “llamar a la puerta de todos los corazones”, en palabras de Antonio Machado en Juan de Mairena; es una perversión de las intenciones propias de las disciplinas artísticas. Ello se debe a que la escritura, igual que el espacio cinematográfico, pictórico o musical, admite el arte y la industria, lo sacro y lo profano, lo hondo y duradero y lo inmediato y caduco. Las expresiones culturales que no poseen una valía digna de perdurar, y son inmensa mayoría, aspiran a lo efímero, a ser consumidas en forma de entretenimiento, un fenómeno que, siendo a todas luces necesario, a fuerza de ganar espacio ha logrado ser el paradigma de la relación entre el autor y el público. Unas palabras de Andrei Tarkovski en Esculpir en el tiempo nos ilustrarán:

“Una persona que trabaja en una fábrica o en el campo [hoy valdría decir una oficina] (…) gasta su dinero para que le den un poquito de ‘entretenimiento’, algo que le prepararán diligentes ‘artistas’. Pero la diligencia de estos ‘artistas’ está marcada por la indiferencia: están robando cínicamente a aquella persona honrada y trabajadora su tiempo, aprovechándose de su debilidad, su falta de conocimientos y de experiencia estética para destrozarle intelectualmente y al tiempo ganar dinero. La actividad de tales ‘artistas’ es deleznable. Un artista de verdad, sin embargo, solo tiene derecho a una actividad creativa si para él es una necesidad vital”.

¿Es un problema exclusivo de nuestro tiempo? No. ¿Es un problema que se ha agudizado en nuestra época? Desde luego. Nunca hasta hoy se había establecido de una forma tan rotunda que todo lo que no fuera negocio debiera ser ocio. Al mismo tiempo, no se limitan esfuerzos en presentar al ocio como un espacio liviano e insulso, por ejemplo: un plan que salve el fin de semana, un pasatiempo en el transporte público, un ritmo de fondo en la sesión de gimnasio. Por tanto, en el imaginario social no hay cabida para el esfuerzo (y el arte lo requiere) fuera del tiempo que dedicamos al empleo y al resto de laboriosos quehaceres de la vida diaria.    
El resultado es, en primer lugar, el adocenamiento masivo, fruto del expolio de nuestra facultad para autoexigirnos; y, en segundo, la estigmatización de lo realmente valioso, cuyos protectores aparecen ahora bajo el título de elitistas (vean si no la definición que da el diccionario de nuestra Real Academia del término “elitismo”). Ello viene de la mano de una nueva noción de respeto, que si en origen significaba ser atento con el prójimo (re, de nuevo; specio, mirar a), hoy es igual a no interferir en la elección del producto que el consumidor elija, ya una película, ya un libro, ya un disco, por nocivos y deformadores que sean. Porque el entretenimiento requiere gustos, espacio en el que, según nos dice la extendida frase, no hay nada escrito. De ahí la proliferación de opiniones fundamentadas en el éxito del objeto cultural a la hora de activar las fibras invisibles que forman el nuestro; en efecto, en un elevado número de oportunidades nuestro interior solamente ha sido estimulado en lo primario, en lo trivial. 50 sombras de Grey, Los vengadores o las canciones Pitbull se ajustan a lo que presentamos; el problema es cuando se intentan usar los mismos códigos para referirse a las tragedias atenienses, a La pasión según san Mateo de Johann Sebastian Bach, a los Upanishads o a La palabra de Carl Theodor Dreyer, que no son un postre moderno, un calzado al uso o una entrada en Facebook.

Otro ejemplo ilustrativo. En 2013, Arturo Pérez-Reverte, en primera plana en los últimos días por el lanzamiento de Falcó, su nueva novela, fue obligado por la Audiencia de Madrid al pago de 212.000 euros por plagio. Posteriormente, el escritor se defendió insistiendo en que no incurrió en dicha falta. Independientemente de si lo fue o no, con la sentencia sobre la mesa, ¿no piensa el lector que las intenciones de Pérez-Reverte se alejaban de la necesidad vital de expresión por parte del artista que reivindicaba Tarkovski?, ¿no se alejaban igualmente de la afirmación de Unamuno, que decía que “el que escribe con la sangre de su corazón escribe para siempre”?, ¿visualizan ustedes a Pessoa, a Leopardi o a Rilke resultando sospechosos de plagio?

Sin embargo, al final, es un resultado propio de la lógica del mercado cultural, ya que los fatigosos ritmos que impone requieren agotar fórmulas; recuperar oxígeno con remakes, adaptaciones al cine y a la televisión; perpetuar sagas artificialmente y, por qué no decirlo, expoliar creaciones ajenas (recuerden, por ejemplo, los casos del popular Diplo, o el de Shakira), que no es sino una forma vil de plagio.     

Viñeta de El Roto
Un apunte sobre el elitismo. La Teoría política nos dice, desde Gaetano Mosca y Wilfredo Pareto, que uno de los fines de las élites es perpetuarse, forjar una distancia entre ellas y el resto, alimentar una endogamia que las proteja. Desde el instante en que la intención es la opuesta, es decir, aproximar al lector a las piezas inmortales que ha dado la humanidad, ofrecérselas, no existe, no podría existir, tal elitismo. Antes bien, las razones por las que las verdaderas oligarquías pretenden que las citadas obras permanezcan ajenas al común serían objeto de una larga exposición. No obstante, preciado lector, Beethoven compuso, Platón pensó y Bergman dirigió para usted, porque los anhelos, las preguntas y los infortunios han permanecido inalterados desde la primera generación. Permítanme volver a Machado, quien va a referir tres nombres que en nuestros días, con toda probabilidad, integrarían una pretendida élite literaria:

“Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstói, en Rusia”.

Escribir para el pueblo, anota el poeta sevillano; elitismo, ¿dónde? Las personas de a pie, que somos nosotros, con el apoyo debido, leemos literatura. Prueba de ello fue el exitoso recibimiento de Anna Karenina en Estados Unidos, precisamente una obra de Lev Tolstói, cuando miles de personas se atrevieron con la extensa novela después de que Oprah Winfrey lo recomendara en su club de lectura. Si la presentadora norteamericana fue capaz de incentivar a la lectura de una gran obra, qué no podrían nuestros Ministerios. Entendemos, por tanto, la reivindicación del Gremio de Editores, que, a raíz de los resultados del CIS, ha pedido una mayor implicación al Gobierno en la promoción de los libros y de la lectura.

Winfrey y sus seguidoras, con Anna Karenina en las manos
El que escribe estas líneas añadiría dos ilusas peticiones a la reclamación de los editores. En primer lugar, no limitarse a exigir un apoyo público que aumente cuantitativamente el índice de lectura, sino que se busquen las formas de restituir a la ciudadanía las obras relegadas (llamarlas elitistas, no en vano, es una forma de restarles prestigio), y, en segundo, que se nos recuerde con la mayor urgencia que somos aptos para su lectura. ¡Qué interesante sería ubicar en la primera estantería al Fausto de Goethe y recomendar con ánimo su lectura, en lugar de ponerlo pasivamente en la sección de teatro o de literatura alemana! No es un ejercicio aventurado: tal es el trato que va a recibir Todo esto te daré, la novela policíaca con la que Dolores Redondo ha ganado recientemente el Premio Planeta.

Un ser humano que encuentra verdad en los libros es un ser que se reconocerá en ellos y que apreciará la lectura. Es la promesa fundamental de la literatura. Piensen en las obras que han sobrevivido al paso de los siglos: Homero, el Bhagavad gita, Jesús de Nazaret o Lao-Tsé, ¿qué nos han brindado sino luz y verdad? Resulta significativo, por cierto, el auge de los libros de coaching y de autoayuda, un fenómeno paralelo al olvido de facto de los referentes fundamentales del pasado. Tan soberbios somos que hemos llegado a pensar que podríamos prosperar sin ellos, faros, reflejos y guías.

El individuo que va hoy a la librería y que, por no saber dónde buscar, termina por toparse con el libro de moda, no sería extraño que eligiera un videojuego o que prefiriera escribir un mensaje por WhatsApp; porque, si de entretenimiento se trata, la consola y el teléfono móvil no requieren el mismo esfuerzo que un libro. De ahí la insistencia en que a los autores deba exigírseles, igual que debemos exigirnos a nosotros mismos. Creemos en nuestras facultades.

Y todo ello porque, en última instancia, ponemos en juego nuestro perfeccionamiento. El telón de fondo de lo que se ha escrito aquí es lo que el ser humano anhela de sí mismo. Escribía Tolstói en sus Diarios, a la edad de 76 años, que ignoraba cuál era el objetivo del perfeccionamiento, pero, al mismo tiempo, sintió la “absoluta certeza de que en ello radica la ley y el objetivo de nuestra vida”. 

  ¿En quiénes nos miramos, lector? He ahí la pregunta fundamental. Elijamos.

Lev Nikolaiévich Tolstói

martes, 5 de julio de 2016

Adiós, Abbas Kiarostami


   "En la oscuridad total, la poesía sigue ahí. Y está ahí para usted", afirmó una vez Abbas Kiarostami, director de cine fallecido ayer en París a los 76 años, después de meses enfermo. Con la facultad inherente a los poetas de plasmar en lenguaje su propia realidad, sus películas, en un tiempo que no podría aproximarse con mayor fuerza a la oscuridad, afortunadamente seguirán ahí para nosotros. 
  
Abbas Kiarostami
   Anoche Luis Martínez y Jordi Costa Vila, dos personas que miran el cine con amor y lucidez, redactaron sus necrológicas con el afecto de quienes saben que se ha ido un ser humano que reflejó la realidad con sabiduría. El primero hablaba de sus "ojos aún abiertos" y el segundo de "la vida en zigzag"; no en vano, el paisaje que el realizador iraní nos hizo apreciar  con paciencia requería una mirada amplia y la ineludible presencia de un camino. Siempre había un camino.



   Kiarostami fue sabedor de que lo relevante del viaje no es llegar, sino ir. ¡Qué gozoso se habría sentido junto a Theo Angelopoulos, quien dijo una vez que su lugar se encontraba en la ventana de un vehículo, viendo pasar campos y ciudades! Los personajes que ideó, desde el niño de ¿Dónde está la casa de mi amigo? al matrimonio protagonista en Copia certificada, transitan en la búsqueda de lo primeramente inalcanzable. Al final entendemos que lo transformador ha sido justamente la indagación laboriosa, la riqueza del tiempo invertido, la experiencia porosa del trayecto. ¿No alude, en fin, a la vida? ¿No es lo mismo que plasmó en uno de los poemas de su libro titulado -díganme si es azaroso- Compañero del viento

La noche
               larga
El día
               largo
La vida
                corta.

   A dos mil kilómetros de su Teherán natal, en Jerusalén, fue crucificado Jesús de Nazaret. Según cuenta el relato de Marcos, el primer de los cuatro evangelistas, Jesús, en las horas previas a su captura, se refirió a su Padre en los Cielos con una expresión aramea, que después fue incorporada al lenguaje hebreo: Abba. Anoche falleció Abbas Kiarostami, una persona que llevó en su nombre la palabra pronunciada por Jesús y que nos permitió mirar la vida con sus ojos, aún abiertos; un peregrino del zizag, a sabiendas del poder velado que habita en todo itinerario; un director que nos legó su cine, feliz protección frente a la oscuridad total de nuestros días. 

   Ayer se fue un padre. Nosotros, hoy, huérfanos.     

Abbas Kiarostami y Juliette Binoche en el rodaje de 'Copia certificada'

sábado, 18 de junio de 2016

Noche y nocturnidad

              “… la noche sosegada
              en par de los levantes de la aurora,
              la música callada,
              la soledad sonora,
              la cena que recrea y enamora”.

         San Juan de la Cruz, Cántico espiritual


Decía Brassaï, el autor de la imagen que sirve de fondo al blog, que la noche sugiere, no enseña: "Libera en nosotros fuerzas que, durante el día, son dominadas por la razón", añadió. El fotógrafo húngaro, profundo conocedor de las horas veladas, fundamentalmente de las parisinas, afinó al describir las sensaciones que la noche genera en nuestro interior. Ahora bien, ¿la nocturnidad se limita a la noche o podría habitar en otros espacios y adentrarse en las horas de luz? 



   Pensemos en Charlotte, la fotógrafa y recién graduada en Filosofía a la que da vida Scarlett Johansson en Lost in translation. Durante el día, la vida de la joven es una recreación de las experiencias nocturnas que comparte con Bob Harris, el personaje de Bill Murray. Al mismo tiempo, podemos percibir en ella el deseo impaciente y callado de ver qué novedades vendrán con el crepúsculo. No obstante, el día es largo y Charlotte pasa el tiempo alimentando su curiosidad con la visita a un templo cercano, observando ensimismada la inmensidad de Tokio desde la ventana de su hotel y oyendo audios que prometen ayudarla a encontrarse a sí misma. Sean las que sean las fuerzas que la dominan durante el día, no son las potencias propias de la vigilia: el principio de no contradicción, la lógica o los automatismos rutinarios. Charlotte divaga, se ensueña, reflexiona y rememora, rasgos próximos a lo que Javier Roiz, catedrático de Teoría política de la Universidad Complutense, llamó letargia*.  

   En la obra de Sofia Coppola, los personajes separan uno y otro horizonte gracias al sueño. Sin embargo, hay un realizador noruego, Joachim Trier, en cuyas películas se produce una fértil continuidad entre la noche y el día. 


Devin Druid, Conrad en Louder than bombs
   En Oslo, 31. August, Anders vive una noche de celebración con sus allegados, festejo que continúa durante el amanecer y la primera hora de la mañana sin perder el poso de la noche. En una secuencia de mayor intimidad, pero que sigue las mismas pautas, Conrad, el hijo menor en Louder than bombs, se encuentra de forma fortuita con la muchacha que le gusta, y pasean juntos hasta que llega el alba: ella entra en su casa y Conrad, con una luz pálida en el rostro, se despide y vuelve caminando a la suya. Probablemente, ha sido su primera noche de amor; la de Anders fue la última. No por casualidad, en las dos escenas se cultiva la figura del espectador: el protagonista de Oslo, 31. August es incapaz de participar de la algarabía de sus amigos y el adolescente de Louder than bombs no ha recibido de su amada más que la promesa de volver a verse. 

   Lo interesante es que, al igual que Charlotte en Lost in translation, con la aurora no se extingue la nocturnidad de los personajes. A lo más, se incrementa su impresión de ser espectadores; al fin, la nocturnidad es una facultad propia del espectador

   Son tres ejemplos cinematográficos (podríamos citar otros: In the mood for love, Vendredi soir, Oh boy Midnight in Paris) que afirman la nocturnidad, al tiempo que nos muestran que es un propiedad relacionada con la noche no porque agote en ella sus posibilidades, sino porque es durante la misma cuando se ve favorecida su presencia. De la misma forma, una naranja presta su nombre a calabazas y zanahorias; el color naranja existe al margen de ella. 

   
Eleni Karaindrou
Es por ello que hay más nocturnidad en la BWV 849 del Clave bien temperado de Johann Sebastian Bach, en las músicas de Eleni Karaindrou, e incluso en el abrazo con la realidad de Robert Walser que culmina El paseo**, que en la mayor parte de los Nocturnos de Frédéric Chopin. No basta con evocar el lapso de la jornada en el que no hay luz solar, la nocturnidad requiere ser expresada en el lenguaje de los recuerdos, de la intimidad, del silencio


   En opinión de quien escribe, uno de los instantes en que con mayor verdad se expresó la nocturnidad fue en la secuencia del autobús de La eternidad y un día, la obra de Theodoros Angelopoulos, en la que los dos protagonistas se enfrentan, siempre con la música al fondo, con las tres claves del cine del director griego, expresadas por voz de uno de sus personajes en La mirada de Ulises: la nostalgia, el viaje y la duda; no en vano, tres elementos relacionados con la nocturnidad. 

   La nocturnidad, en fin, es un refugio frente a los imperativos de la vigilia, un lugar en el que somos hechizados por la cadencia reposada del ánimo. Lo sabía Jorge Guillén, que escribió un poema titulado Último repliegue en el que hablaba de la soledad del ser, "en rumbo hacia los nocturnos interiores"; lo sabía Fernando Pessoa cuando afirmó que Bernardo Soares, el heterónimo con el que firmó el Libro del desasosiego, "aparece siempre que estoy cansado o soñoliento, cuando tengo un poco suspensas las cualidades del raciocinio y de inhibición"; lo sabía San Juan de la Cruz, pidiendo a nuestra cena que recree y enamore. 


Anders Danielsen e Ingrid Olava en Oslo, 31. August

* Es innegable que mis reflexiones sobre la nocturnidad parten de las de Roiz, mi maestro en la Facultad, sobre la letargia -recomiendo a todos los interesados la lectura de su libro El mundo interno y la política-. Sin embargo, la letargia que teoriza Roiz es un fenómeno relacionado con el gobierno democrático del individuo y que pretende -y, a mi juicio, logra- enfrentar la rigidez de las Ciencias sociales mostrara que el ser humano, desde que Sigmund Freud lo proclamara, es un ser dotado de foro interno, espacio en el que no rigen las potencias vigilantes. Mi pretensión, notablemente menos audaz, es plantear que la nocturnidad es una experiencia (quién sabe si del espíritu, del ánimo, del inconsciente, del intelecto o del foro interno) que lleva a quien la vive a la introspección, la búsqueda, la reflexión, la expectación, la ensoñación, el encuentro o la aproximación, y siempre de la mano de sensaciones tenues, amables, benéficas e inspiradoras.

** El escritor suizo, que relataba una de sus largas caminatas, escribió: 
"Aquello que entendemos y amamos, nos ama y nos entiende también. Yo ya no era yo, era otro, y precisamente por eso otra vez yo. A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe".

lunes, 30 de mayo de 2016

Crónica de mayo*


"Hallarme tan cercano tantas veces
de los ojos, los labios amorosos,
de aquel cuerpo de ensueño tan querido,
Hallarme tan cercano tantas veces".

               Constantino Kavafis

I

El espectador es un ser en guerra. El primer frente en el que lucha es la realidad, lejana y odiosamente inaprensible; el segundo es el espectador mismo, consciente de su incapacidad para ser parte de ella. La sensación de ridículo del espectador al intentar incidir en la realidad llega con el tiempo, al principio solo existen gestos torpes e inseguros, indicios de una identidad por revelarse. Un día el espectador reconoce su dolencia y entra en conflicto. En la vida, al contrario que en los espectáculos, los actores son abrumadora mayoría, de forma que el primer síntoma del espectador es la soledad. Después vendrán el lamento, la introspección, el silencio y una resignación que no evita su tensión incesante. El espectador responde con distancia y pesadumbre a las eventuales tentaciones de la realidad. Habita en la frontera entre el fuero interno, el único lugar en el que logra sentirse realmente partícipe, y la vida sensible, el escenario. Por ello es además un ser que finge, igual que haría un intérprete, ya que está obligado a intervenir. El espectador acepta el envite y actúa, ensaya los gestos y las palabras que fue viendo en los demás. Los gestos. Y las palabras.

   -Gracias, buenos días– dije al conductor, en vista de que era el último pasajero. 

   El autobús paró en la plaza principal y las farolas se apagaron al unísono. El sol despuntaba desde hacía rato, pero aún era temprano y las calles apenas ofrecían sensación de actividad. Principiaba el penúltimo día de mayo, San Fernando, y yo había llegado en uno de los primeros viajes de la mañana. Después de un tiempo viviendo fuera pensé que regresar hoy podía ser reconciliador: “La vida debe vivirla uno lejos de su tierra”, decía Pavese. Sabias palabras, ahora todo resultaba nuevo.

  Crucé la plaza hasta llegar al centro, donde se encontraba la estatua del rey Fernando VI. Había perdido la mano derecha, pero lucía apuesto con un bonito pañuelo rojo al cuello.  
   
   La primavera estaba madura y hacía el frescor agradable propio de las primeras horas del día. No había traído ropa de abrigo, de forma que enfilé la Calle de la Libertad y entré en un bar que solía frecuentar de joven; en él servían un vino barato y aceptable. Llevaba conmigo El rumor de la montaña, de Yasunari Kawabata, y simulé leer. 

   Vi llegar al que parecía ser el dueño, que venía cargado con bolsas de pan recién hecho y la prensa del día. Posiblemente fuera uno de los camareros que ya atendían años atrás, pero no estaba seguro. El lugar apenas había cambiado: seguía conservando el nombre y la decoración, que emulaba una posada asturiana. Recordaba que entonces la comida era excelente, así que pedí un desayuno: pan con aceite e infusión. 

  Las horas fueron pasando y, sin reparar en ello, habíamos rebasado la línea invisible y crucial que en la mañana separa la inactividad del frenesí total. En unos instantes el bar se había abarrotado de ancianos y jóvenes. Reparé en los primeros: gracias a ellos el pueblo podía seguir llamándose así, pueblo. Un grupo de unos siete u ocho fue a tomar asiento al lado de mi mesa y uno de ellos limpió la silla con la gorra antes de sentarse, gesto que ilustraba el trecho entre las dos generaciones. 

   El ambiente revelaba una animación creciente. Los ancianos jugaban a las cartas y los jóvenes charlaban jubilosos, probablemente de los chicos y de las chicas con los que deseaban encontrarse por la noche en la verbena. Yo, que no sabría decir bien qué edad me sentía con mayor proximidad, gozaba viéndolos dichosos, de la misma manera que disfruta un abuelo viendo jugar a un nieto con el césped. 

   Al salir del bar, la vida era otra. Con la luz del mediodía vi los adornos que colgaban de las calles, las guirnaldas que unían los tejados de punta a punta, el colorido de las terrazas llenas. Era la viva expresión de un soleado viernes de primavera.   

II

Después de la comida di un breve paseo; buscaba un lugar retirado en el que leer.  

   Habían derribado el cine viejo, una novedad inesperada que era forzoso encajar con disgusto. La ausencia es, si nadie lo evita, el paso previo al olvido; los nuevos y los visitantes no sabrían que allí hubo un cine. Resultaba profundamente doloroso. 

   Llegué a un banco próximo a la avenida que servía de límite con el municipio de al lado. De niño había jugado sin descanso en los parques del barrio y bastaron unos minutos para notar que el ángel de entonces había desaparecido. Todo contrastaba con el vacío, al borde de lo grosero, que presentaba ahora.  

   El enorme árbol que coronaba el lugar permanecía, sin embargo, intacto. Era una olma grandiosa y venerable que, desde su atalaya, había presenciado los primeros años de mi generación. Ahora prosperaba radiante, majestuosa y estallada en un verde propio de finales de mayo. Producía vértigo pensar en el tiempo que un árbol sigue impertérrito fuera de nuestra vista: paseamos, reparamos en ellos –o no– y los dejamos atrás, pero los árboles continúan. La olma había seguido allí, por fortuna. 

   El aire era distinto al de la mañana; reinaba una tranquilidad monacal. El día 30 iba a darse un respiro, ya que todos los que habían salido la noche anterior precisaban reponer fuerzas. De fondo podía escucharse la infatigable música de charanga de las peñas, que vivían para los días de Fiestas. Siempre había extrañado la presencia de una banda patronal que llevara las celebraciones a ritmo de pasodobles.

   Una muchacha leía otro libro en un banco próximo: La educación sentimental, de Flaubert. No levantaba la vista de las páginas, que pasaba lenta y escrupulosamente. Era una figura ausente, desprendía un sosiego ceremonial. En un instante la sorprendí mirándome a los ojos, luego enfocó sobre el ejemplar de El rumor de la montaña que sostenía entre las manos y volvió nuevamente a mí antes de regresar a su lectura. Solo los lectores muestran interés por los libros de los demás; solo el espectador observa al que mira: yo la miraba a ella, que a su vez me había mirado a mí. La joven resaltaba entre el resto de personas que había visto en la mañana. Probablemente disfrutara del mejor momento del día, resultaba difícil imaginarla con los jóvenes que planeaban una noche agitada y frenética en el bar. Por alguna razón inexplicable, fruto de una súbita inspiración, supe que la muchacha no florecía en primavera, sino en otoño. 

   Regresé a Kawabata. Era un escritor excelso. Redactaba con naturalidad y perfección, siempre atento a lo extraordinario: un gesto, un paisaje, una palabra. Dicen que fue un solitario y que puso fin a su vida voluntariamente. Estoy seguro de que escribía de noche, bello y triste, igual que la joven del banco de enfrente. 

   Un viento ligero soplaba de forma intermitente. Yo aprovechaba para alzar la vista y fijar la mirada en un punto inexacto de mi flanco izquierdo, una excusa para volver a mirar con sutileza a la chica, que seguía desprendiendo una solitud admirable e impropia. Era joven, no debía llegar a la veintena; el cabello, en forma de uve, caía moreno y liso sobre su rostro. Leía a Flaubert con calma, a punto de confundirse con el entorno. Fuera lo que fuera que buscaba en el escritor francés, sabía que era valioso. Yo ya había besado mentalmente sus manos, blancas y pequeñas.

   La temperatura había ido bajando con el paso de la tarde y los primeros padres llegaban al parque con sus hijos, generando un murmullo que despuntaba entre la quietud. Antes había sido imprudente e injusto: no era un lugar tétrico y abandonado a su suerte, solamente era la hora de la siesta. Con todo, faltábamos mi niñez y yo, mis abuelos y mis padres, no podía pensar sino en ellos. La nostalgia nos recuerda que fuimos felices y para ello precisa mentir, porque nos dice que solo fuimos felices. Incluso si los hechos reales del pasado fueron amargos y dañinos, todo queda amainado por una pátina de gratitud y perdón. Nosotros, al fin, ya no estamos allí.

   Estaba ensimismado y miraba sin ver a un anciano llegar con una niña, que sería su nieta, enarbolando ufano un algodón de azúcar. Llegaban de la feria, ya abierta. El abuelo jugaba con la criatura a esconderle el dulce y ella reía a mandíbula batiente. 

   A mi lado, la muchacha se levantaba, lista para irse. Con el sosiego habitual descruzó las piernas, colocó cuidadosa el marcador entre las páginas y se incorporó. Antes de irse volvió a mirar mi libro, que ahora descansaba cerrado sobre la madera. Lo observó anhelante, quizá tentada por su hermosa portada, con la geisha protegiéndose de la nieve. Era su forma de decir adiós. El asiento quedó virgen, no vacío. 

   Solamente deseaba haber fallado en mi impresión y volver a verla por la noche. 

   Estuve mirando fijamente a la olma: ora sus raíces firmes, ora su tronco robusto, ora su nutrida copa. Ella seguía allí; era una Penélope obstinada y fiel. Sin poder evitar una incómoda sensación de extranjería, nuestro árbol procuraba una cálida sensación de pertenencia. Creí escuchar su voz, igual que Ogata Shingo, el veterano protagonista de la novela, oía el rumor de la montaña.  

III

Había llegado l’heure bleue, un intervalo en el que, durante unos minutos, al caer la tarde, todo se revestía de hermosos tonos azules, más o menos claros según el punto desde el que alumbrara el sol. Ahora las gentes volvían a la calle, renovadas por el ánimo ambiguo que dispone el crepúsculo de los meses cálidos.

   En mayo el buen tiempo ya no es una novedad, pero la hora azul lograba recuperar la sorpresa de marzo, cuando un día, felizmente y sin aviso previo, la primavera recoge el testigo del invierno. Los niños salen con sus padres, solteros y jóvenes con sus amigos y los ancianos pasean juntos antes de terminar arrellanados en las butacas a las puertas de sus casas. Es un espectáculo familiar, omnipresente y nuestro. 

   Un adolescente salía engalanado de su portal. Una madre permitía ganar una carrera a su hijo, que estaba aprendiendo a montar en bicicleta. Un hombre bajaba del autobús desanudando con premura la corbata, presto a llegar a la ducha. Dos abuelos hablaban en la mesa de una plaza, con los naipes aún esparcidos sobre el tapete. Los últimos chavales jugaban con un balón entre los columpios antes de subir a cenar. El obstinado estudiante de Bachillerato cerraba la biblioteca municipal preguntándose si salir luego o si era preferible reservar fuerzas para los exámenes. 

   Faltaban unas horas para los fuegos artificiales, cuando el pueblo iría a reunirse en torno a ellos; era un espíritu de unión que únicamente volvería a repetirse en enero, con la cabalgata de Navidad. Diera la impresión de que los meses previos llevaran forzosamente hasta hoy, día en que la ciudad celebra a las puertas de junio su presencia. En unas semanas finalizaría el curso y el lugar iría vaciándose. Las familias huirían del calor y la rutina en busca de descanso y lejanía antes de volver en septiembre; la entrada del otoño en San Fernando no venía anunciada por la caída de la hoja, sino por su regreso. Sin embargo, septiembre aún quedaba lejos. En el cielo una luna redonda y tímida venía a anunciarnos que la oscuridad llegaba.

   Al ir a dar las doce fui a la fábrica de paños, donde centenares de personas aguardaban la hora en punto. El castillo de ruido y colores que iba a iluminar el cielo no revestía un ápice de interés al lado de la unión de los vecinos, posiblemente exagerada –si no figurada– por mi parte. La dicha de saber que durante unos instantes el pueblo iba a estar presente y animado resultaba, justo es decirlo, irresistible.

   Permanecí con ellos el tiempo preciso para comprobar que todo seguía según recordaba; no esperé siquiera al final del espectáculo. Bajé al parque y allí el paisaje era idéntico al de antaño: a un lado, los puestos del mercado ambulante que todos los mayos ocupaba la misma cuesta; al otro, una enorme extensión de césped en la que los jóvenes cumplían con lo que habían predispuesto por la mañana. Con suerte, pensé, algunos ya habrían encontrado a la persona que pensaban. Afortunados.

   De pronto entendí que la muchacha del banco no estaría allí; no era su lugar. Entonces fui víctima de una tristeza que, amable lector, debo evitar explicar por pudor y porque a buen seguro sería incapaz de dar con las palabras justas. Qué blancas y pequeñas eran sus manos, qué reparadora su calma

    Huí del parque. Nada había cambiado. 

   Subí por la calle por la que había bajado, que resultaba familiar, ya que era en la que años atrás vivían mis abuelos, los padres de mi padre. En la noche, para mí, era un espacio intermedio entre el la celebración y el retiro. 

   Llegué a la plaza principal, exactamente al mismo punto en el que unas horas antes había bajado del autobús. Era extraño, no había nadie. Volví a cruzar la plaza hasta llegar de nuevo a las barbas del Santo. Pensé que era una lástima que no lograra girarse, siquiera furtiva y excepcionalmente, para presenciar el amanecer dentro de unas horas. Ver pasar a los lugareños todos los días, no obstante, era un precio que pagaría gustoso. Él miraba y observaba a los que miraban.  

   La noche era cálida, íntima y sin estrellas; pasear era gozoso. Enfilé de nuevo la Calle de la Libertad, ya hermosamente iluminada y solitaria. A la altura de la biblioteca di media vuelta y descubrí que un pasillo de farolas alumbraban en ámbar a la estatua. Seguía ajena al regocijo que despertaba su día. Fantaseaba imaginando que, a la mañana siguiente, la joven del banco sería una de las personas que pasearían por allí, libre de los pesares propios de varias noches de frenesí. El Santo sería afortunado e infeliz al mismo tiempo, igual que yo.

   Ambos nos hallábamos tan cercanos tantas veces.      

*Con motivo de la festividad de San Fernando, 30 de mayo, publico 
un relato que escribí en 2015 y que transcurre, justamente, un día como hoy.