"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

sábado, 22 de agosto de 2015

La horfandad de las épocas


"El último individuo que queda en la 
sociedad de masas parece ser el artista".
Hannah Arendt 
 
   En 1942, ya desde el exilio en Brasil, Stefan Zweig verbalizaba su preocupación ante la posibilidad de que la época no alumbrara espíritus nuevos, artistas que relevaran a los que él había admirado en la fértil Europa de principios de siglo XX:

     "¿Y no es la nuestra una época que no permite al hombre más puro, más aislado, quietud alguna, la quietud de la espera y la madurez, de la reflexión y el recogimiento, como la que todavía fuera concedida a los de la época más benigna y serena del mundo europeo de la preguerra?"

   Es una pregunta que podríamos realizarnos hoy con la mayor de las urgencias y, llenos de vergüenza, habríamos de responder afirmativamente. Los miedos del escritor vienés fueron un síntoma de los tiempos por venir. Inmediatamente después de El mundo de ayer llegaron las mejores obras de Borges, de Camus o de Grossman, incluso las felices irrupciones de Bergman y de Tarkovski (en Nostalghia, una de sus películas, el 'loco' Domenico, interpretado por Erland Josephson, clama: "El gran mal de nuestra época es que ya no quedan grandes maestros"), del Neorrealismo y luego de la Nouvelle Vague. Sin embargo, la fecunda generación que hizo de Europa un vergel durante la primera mitad de siglo, con la mención especial de los literatos (Rilke, Proust, Hesse, Pavese, Mann, Pirandello, Valéry, Yeats, Kafka, Faulkner, Woolf, Eliot, Walser o Pessoa, por citar a unos a riesgo de olvidar otros), ya no regresaría.   

   Es un proceso que hoy no ha hecho más que pronunciarse. Nuestros años son suelo yermo, un barbecho incapaz de dar frutos: la pesadilla de Zweig. Desde el fallecimiento del propio Jorge Luis Borges en 1986 resulta arduo pensar en referentes, ya intelectuales, ya culturales. Siempre los hay, es indudable: José Saramago, Fernando Fernán-Gómez, Theodoros Angelopoulos, Michael Haneke o Béla Tarr son nombres que han enriquecido la época, pero al mismo tiempo son excepciones, casos preocupantemente aislados. Escasean incluso los seres dotados de sentido común, los sabios y los maestros otrora frecuentes: pensemos en lo raras que resultan las figuras de José Luis Sampedro, Emilio Lledó o Eugenio Trías.   

  
Su presencia ha sido reemplazada por la de escritores, músicos y cineastas que, salvo honrosas excepciones, son de una categoría inferior a sus predecesores. Todos sabemos quiénes son; sería indecoroso pronunciar sus nombres. Nos decía Auguste Rodin en su imprescindible testamento artístico que "la admiración es un vino generoso para los nobles espíritus". Él podía ladearse y dar, sin mayor problema, con un artista al que admirar. Sin embargo, ¿gozamos nosotros de la misma suerte? Probablemente no, ya que la nuestra es una fortuna más precaria que la del escultor francés. El pasado siempre es, a la vez, una receta y un alivio: allí hallaremos la inspiración que precisemos.  

  ¿Imagina hoy, amable lector, una belle epoque con una librería, al estilo de la parisina Shakespeare & Co, en la que se reunieran autores de la talla de Joyce, Hemingway, Stein, Pound o Fitzgerald

   Cien años antes que Zweig, Kierkegaard afirmaba en Las obras del amor que su mundo se había vuelto prudente a un grado tal que había llegado a rechazar la sabiduría. El nuestro la rechaza y, además, es inútil a la hora de producirla. Hay otros criterios que priman sobre ella: la productividad, el éxito, la apariencia. ¿Las razones? Castoriadis lamentaba, ya a finales de los noventa, la ausencia de pensadores y de músicos ilustres por el agotamiento del imaginario, pero a la explicación del teórico greco-francés habría que añadir, al menos, la imperiosa urgencia del mercado, que instaura la dictadura de lo vendible al tiempo que relega lo bello y pervierte el resto de prioridades: el arte, la reflexión, el gozo, la inspiración, la admiración.

    Nuestra época, nosotros, precisamos preguntarnos por qué nuestra tierra es baldía, en qué instante los ilustres se vieron en peligro de extinción, a qué se debe la pérdida de los genios. Entretanto, nos abrazamos a la esperanza de Stefan Zweig, que no atrancó la puerta sin abrir inmediatamente una ventana:

   "Siempre surgirán de nuevo estos poetas en un feliz regreso, porque, a pesar de todo, la inmortalidad concede de vez en cuando esa preciosa prenda incluso a la época más indigna".