"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

martes, 12 de diciembre de 2017

El amor y lo político*


En 1953, Hannah Arendt (1906-1975) inició un cuaderno que pretendía inaugurar una ciencia política. Allí, la pensadora anotó una reflexión reveladora:
“En el ámbito de la pluralidad, que es el de la política, hay que plantear todas las preguntas antiguas: qué es el amor, qué es la amistad, qué es soledad, qué es actuar, pensar, etc.” 
   A qué respondía exactamente que la primera cuestión introducida por Arendt al planear una nueva politología fuera la del amor, solo lo sabía ella, pero el gesto es ilustrativo. Primero porque la autora de Los orígenes del totalitarismo, igual que otras grandes figura de la Teoría política del siglo XX, experimentó la urgencia de volver a la historia de las ideas y preguntar al pasado qué perduraba de él en el presente; y segundo porque extraña ver el amor –y lo mismo podría decirse de los conceptos que siguen– en una lista de referencias políticas en la que, a priori, sería más verosímil encontrar el poder, el Estado o el sistema electoral. La intención de Arendt era la de oponerse con valentía a una ciencia política que ganaba fortaleza en la academia estadounidense y que remaba a favor de la predicción y el empirismo. Ella intuía que la política era una realidad en la que primaba lo fortuito, de forma que arduamente se prestaría a ser objeto de control. He ahí la razón de que las premisas que proponía fueran ajenas a la politología científica. 

   En el pasaje referido, la palabra que admite la presencia del resto es pluralidad, uno de los loci teóricos predilectos de Hannah Arendt. A lo largo de su producción intelectual, la autora germana se inclinó por entender que el fenómeno político era la amistad y no el amor. Planteó que el amor eliminaba “el en medio” en el que surge la política, al tiempo que el elemento político de la amistad residía en que garantizaba la escucha  –en alemán, hören, escuchar, forma parte de gehören, pertenecer, por lo que el primero porta una experiencia de alteridad en potencia–, de la misma forma que la philía, según veremos, había permitido lo mismo en las instituciones democráticas de la Atenas del siglo V a. C.

   Años después, Martha Nussbaum introdujo una expresión, la del amor político, que, a la luz de su reflexión, habrá de jugar un papel fundamental en nuestros tiempos:
“El amor (…) es lo que da vida al respeto por la humanidad en general, convirtiéndolo en algo más que un envoltorio vacío. Y si el amor es necesario en la sociedad bien ordenada de Rawls (como yo creo que lo es) cuánto más no lo será en las sociedades reales, imperfectas, que aspiran todavía a la justicia” . 
   Es relevante preguntarse si el amor es una fuerza antipolítica, según afirmaba Arendt; o si es un elemento relevante de lo político, en opinión de Nussbaum, por su facultad de reforzar los lazos que unen a los integrantes de una comunidad. 

   Las respuestas exigen volver la mirada a la Grecia clásica, un tiempo y un lugar en el que florecieron las palabras que fundan nuestras visiones del amor, aún vigentes. 


      La philía, mimbre de la polis

Decía María Zambrano (1904-1991) que el amor nació en Grecia, junto a la reflexión filosófica, en una época en que los dioses permitían a los seres humanos iniciar la búsqueda de sí mismos. La pensadora aludía al eros, probablemente la cristalización amorosa más representativa en la cultura helena. A su lado, sin embargo, existió un afecto que, sin el nervio pasional de eros, portaba virtudes unificadoras, la philía, que alcanzó su apogeo en la ciudad de Pericles (495-429 a. C.).

   La voluntad de escucha y de proponer en libertad y con respeto, la promoción del bien común, la vocación de unidad, el poso de prudencia, la firmeza de los lazos o la proyección en el tiempo son elementos que en la ciudad-estado resultaron providenciales, dado que los atenienses, desde finales del siglo VI hasta finales del V, avinieron en procurarse un régimen democrático, una novedad política que requería de los valores propios de la philía, y fundamentalmente de uno: la igualdad

   Es relevante introducir la relación que une a philía y a igualdad. Escribía Miguel de Cervantes (1547-1616) que de la novela de caballería podría decirse “lo mismo que del amor se dice: que todas las cosas iguala”, un fenómeno que en Grecia se plasmó de la siguiente forma: los iguales eran los ciudadanos, porque la igualdad se generaba en la política, un espacio a su vez reforzado por la philía, al punto que Aristóteles (384-322 a. C.) ideó un neologismo con que referirse a la que protagonizaban los ciudadanos: la philía politiké

   La philía en la ekklesía o en el ágora no exigía que los ciudadanos fueran amigos igual que lo fueron Pílades y Orestes, sino que el vínculo venía expresado por la isegoría, la facultad de expresarse y de ser escuchado por los iguales, de valorar las opiniones o las propuestas de un ciudadano en el grado en que nosotros exponemos las nuestras. La isegoría reivindicaba el poder de la palabra pronunciada y oída. Al igual que la amistad entre las ciudades griegas se expresó en forma de alianza, la philía en la polis era fundamentalmente isegoría y los provechos que podían resultar de ella: la unión, el intercambio o la reciprocidad. Al respecto, Arendt escribió:
“Isonomía no significa que todos sean iguales ante la ley ni tampoco que la ley sea la misma para todos sino simplemente que todos tienen el mismo derecho a la actividad política y esta actividad era en la polis preferentemente la de hablar los unos con los otros. Isonomía es por lo tanto libertad de palabra y como tal lo mismo que isegoría” . 
   La philía fue así una fuerza que respaldaba la política democrática griega, ya que su presencia incidió favorablemente en la puesta en común de sus ciudadanos.


   El ágape, inhibidor de la política


En el instante en que se produjo la venida de Jesús, ya hacía tiempo que la polis se había vencido a favor de una realidad política de mayores proporciones. El Imperium y su lógica habían agrandado unas perspectivas que previamente se reducían a las de la propia ciudad; por ello Sheldon Wolin (1922-2015) advertía del “carácter crecientemente abstracto de la vida política”. La pertenencia a la ciudad-estado había sido remplazada por las alusiones de los estoicos latinos al planeta, una inmensa civitas que recogía a todos los individuos. 

   Jerusalén, que ya había sido incorporada por Roma en vida de Jesús y que fue partícipe de la abstracción política que refirió Wolin, propuso una igualdad que no respondía a la de la polis helena o a la del universo estoico, sino que se edificaría sobre la ciudadanía celestial, lo que permitió a Pedro afirmar que la cristiandad sería en adelante el pueblo de Dios (1 Pedro 2: 10), igual que en el Tanaj los hebreos lo habían sido de Yahvé. Recuérdese la idea que Pablo (circa 5-58) repite tres veces: 
“Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios (Efesios 2: 19) (…) Somos ciudadanos del cielo (Filipenses 3: 20) (…) No tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Hebreos 13: 14).”  
   Independientemente de si la realidad analizada es Atenas o Jerusalén, hay tres elementos en liza: el amor, la igualdad y el espacio en que se articulan. En Grecia, los tres se habían identificado, respectivamente, con la philía, la isegoría y la ekklesía; de igual forma, en el cristianismo respondieron al ágape, a la societas  y a la iglesia –palabra procedente de la voz helena, una reminiscencia pertinente–. Donde los griegos habían fomentado una igualdad política, la nueva fe generó una igualdad fundamentada en la filiación: una de las innovaciones de Jesús de Nazaret fue llamar abba a Dios, voz aramea que aludía al padre y a la que el profeta habría dado un uso insólito en la historia judía. 

   Dicha igualdad, en las antípodas del planteamiento griego de la philía, eximía a los cristianos de preocuparse por la elaboración de leyes, ya que las mismas habían sido reveladas en la palabra de Jesús. En Mateo 19: 18-19, uno de los pasajes de la Biblia en que el mesías cristiano explicó con mayor cuidado el cuerpo de la fe, se lee que los preceptos a guardar son los cinco últimos que Yahvé había dictado a Moisés en Éxodo 20: 1-17: de un lado, la prohibición del asesinato, del robo, del adulterio y del levantamiento de falso testimonio; y, del otro, la exhortación a la honra de los progenitores. Jesús incorporó al pentálogo un principio que, no habiendo sido incluido en las Tablas de la Ley, sí fue anotado en Levítico 19: 18: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Era una premisa que se añadía a lo recogido en Mateo 5: 43-47 y en Lucas 6: 27-35, de lo que hay posos en Tesalonicenses 5: 15, Corintios 4: 12 y 1 Romanos 12: 14, cuando se afirmó el amor por los enemigos, en oposición a lo escrito en el Antiguo Testamento, donde se había reflejado la animadversión por los enemigos de Yahvé. 


   De ahí que Pablo anotara: “La caridad es la ley en su plenitud”  (Romanos 13: 8-10), un mensaje que exhorta a la obediencia de las órdenes prescritas por el Dios neotestamentario, que se reducían a una: el ágape, fundamento del obrar cristiano.

   El cristianismo elaboró un relato que hizo reposar los elementos políticos en Él. Las leyes, ya lo hemos apuntado, fueron expuestas por Jesús; la ejecución de las mismas vino garantizada por las reiteradas invitaciones a rechazar la propia voluntad y aplicar la de Dios; y, finalmente, el juicio recayó igualmente en Él, según se afirma en numerosas oportunidades a lo largo de la Escritura (Marcos 16: 16; Mateo 12: 36; Juan 3: 18; Romanos 14: 10-12; 1 Corintios 4: 5; Hebreos 13: 4; 2 Pedro 3: 10; Apocalipsis 19: 11). 

   Dado que la fe plantea que Dios es el Ágape mismo (1 Juan 4: 8), lo que en Grecia había sido obra de los ciudadanos atenienses ayudados de la philía, en el cristianismo es siempre intervenido por el ágape. Los productos políticos –las leyes, la aplicación de las mismas o su posterior fiscalización– existían, pero no eran el resultado de la política, de la reunión y de la intervención de los interesados, sino de una orden divina: el Ágape.


     Conclusiones

Arendt planteó que los nuevos estudios políticos habrían de preguntarse qué es el amor. La pensadora alemana falló al decir de él que es “la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”, ya que hay oportunidades en que se presta a fortalecer lo político, según sabían los griegos del siglo V a. C.; y, al mismo tiempo, había un poso de realidad en sus palabras, es más: el ágape podría responder a su afirmación, una vez que aleja la política de los individuos y la proyecta a realidades ultraterrenas.

   Ella se preguntaba por la pluralidad, un requisito de la política, de ahí que rechazara a eros, porque eliminaba el en medio. Los atenienses respetaron el espacio al que se refería y la philía ayudó a ello; sin embargo, el amor no agota las posibilidades de la política solo por restringir el en medio, sino que existe una explicación añadida a la primera: la reunión de los poderes políticos en un solo Ser, que es en Sí mismo Amor. 

   Qué sea el amor, una de las preguntas antiguas que se realizaba Arendt en 1953, no lo sabemos. Ahora solo se ha intentado plantear que es un fenómeno capaz por igual de respaldar y de inhibir la política, siempre en función de cuál amor sea el propuesto, elección que prefigura el espacio en que se fomenta y la intención con que se aplica. 

*Escrito presentado en el Seminario de Doctorado UCM
¿Qué es la política? Lo político, la política y la despolitización en noviembre de 2017.

Guerra y destino, vida y paz*


Guerra es cuando papá no está.
Zhenia Bélenkaia

Ramón Andrés publicó en 2016 un libro titulado Pensar y no caer. En él, Andrés se apoyaba en un cuadro, una música o una película para reflexionar sobre puntos urgentes de nuestros días: la inflamación de la identidad, el problema de Europa y los refugiados o el reparto desigual reclamaron la atención del erudito. En una práctica análoga, en las próximas páginas recuperaré cuatro escenas literarias en aras de reflejar, desde una perspectiva humanista, sendas realidades que, en los escritos rescatados, se produjeron exclusivamente gracias a la existencia de una guerra. Dichas realidades son, en orden de exposición: la valentía guerrera, oportunamente inspirada por los dioses; la fatalidad del guerrero y su proceder frente a ella; el adiós a la vida del guerrero en agonía y su reflexión última; y la invocación de la paz a la luz de la bondad del ser humano.

   Las primeras referencias proceden de la épica grecolatina, la Ilíada y la Eneida, y las siguientes de dos literatos rusos: Lev N. Tolstói (1828-1910) y Vasili S. Grossman (1905-1964), cuyos libros mayores inspiran el título del presente escrito. 


     Guerra
     Eneida, Libro II   

Después de la caída de Troya, Eneas inició su viaje por el Mediterráneo. En una de las escalas previas a la llegada a Italia, el héroe y su séquito, protegidos por Venus, se dirigieron a Cartago. Allí, la reina Dido, que luego se enamoró del huido, ofreció un festín a los visitantes y pidió a Eneas que relatara las aventuras de la guerra. Inflamado por los recuerdos, el héroe refiere su arenga de la última noche:

                                                “Al ver unánime 
                                                 su ansia de lucha, los arengo: <<Jóvenes, 
                                                 que en vano derrocháis tanto heroísmo,
                                                 si para extremos últimos de audacia
                                                 bríos sentís, pensadlo: es recio trance.
                                                 Templos y altares repudiando esquivos,
                                                 se fueron las deidades que este imperio
                                                 mantuvieron en pie. De un pueblo en llamas
                                                 os hacéis defensores… Mas muramos
                                                 desafiando de frente los aceros:
                                                 ¿Qué salvación queda al vencido? Una:
                                                 no esperar salvación>>".

   De la misma forma que el discurso fúnebre de Pericles (495-429 a. C.) reunía los fundamentos de la Atenas clásica, en la efervescencia de Eneas se revela qué idea del guerrero era ponderada en los años en que Virgilio (70-19 a. C.) escribió su opus magnum. Roma latinizó la voz griega hērōs, que no solo aludía al épico líder militar, sino además al semidiós  –no ha de resultar extraño que, al ir a cruzar un fuego, el protagonista afirme de sí: “Un dios me guía”–, un ser que, a la luz de lo proclamado por Eneas, responde únicamente a la valentía. Es por ello que el ánimo del primero de los troyanos, a sabiendas de afrontar un fracaso inminente, ignora lo militar e invita a alcanzar la salvación perseverando en la resistencia, la única victoria posible una vez que se sabían vencidos. 

   Al instante, los jóvenes “sienten trocarse su valor en furia”, con lo que respondieron a la palabra de su líder y además cumplieron con los valores vigentes. Es una idea que Eneas, personificando el ideal referido, repite unos versos después, al afirmar:

                                                          "Mi ansia despierta
                                                           quiero sumarme a los que fieles luchan
                                                           por el palacio real, y con mi esfuerzo
                                                           dar aliento al valor de los vencidos". 

   A lo largo de la Eneida, Virgilio apela en un elevado número de oportunidades al pundonor de sus personajes predilectos; el poeta latino llega incluso a reprenderlos si no son aguerridos y los ennoblece si han caído luchando. El nervio del planteamiento, sin embargo, se encuentra ya en el relato de Eneas durante el simposio de Dido, en el que la heroicidad y la inspiración divinas se presentan asociadas al ardor guerrero.


     Destino
     Ilíada, Canto XXIV

Príamo, rey de Troya, había visto caer a la mayoría de sus hijos. Sin embargo, la pérdida de uno de ellos, producida durante la guerra con los aqueos, fue en extremo dolorosa: Aquiles venció a Héctor, el príncipe de la ciudad, a sabiendas de que si lo hacía moriría, según había adelantado Tetis, su progenitora. Iris, a propuesta de Zeus, pidió entonces a Príamo que rescatara el cuerpo de Héctor, custodiado por Aquiles. El rey, llegado al campamento enemigo gracias a la guía de Hermes, se dirige a él:

                                        “<<Mi desdicha es completa: he engendrado los mejores hijos
                                        en la ancha Troya, y de ellos afirmo que ninguno me queda.
                                        Cincuenta tenía cuando llegaron los hijos de los aqueos (…)
                                        y el único que me quedaba y protegía la ciudad y a sus habitantes,
                                        hace poco lo has matado cuando luchaba en defensa de la patria,
                                        Héctor. Por él he venido ahora a las naves de los aqueos, 
                                        para rescatarlo de su poder, y te traigo inmensos rescates.
                                        Respeta a los dioses, Aquiles, y ten compasión de mí. 
                                        Por la memoria de tu padre. Yo soy aún más digno de piedad
                                        y he osado hacer lo que ningún terrestre mortal hasta ahora:
                                        acercar a mi boca la mano del asesino de mi hijo>>.”  (493-506).

   Homero, que con sus epopeyas inspiró siete siglos después la escritura de la Eneida, recreó igual que Virgilio los ideales guerreros de su época. Príamo no solo era un vencido, igual que Eneas, sino que además había perdido a su hijo, fallecido con honor; aun así, fue al refugio de su asesino y reclamó el cadáver. Aquiles, que reconoció la valentía del soberano, en el que vislumbraba la figura de su padre, una vez “satisfecho de llanto” , se apiadó del anciano y atendió su súplica, no sin antes ofrecerle los mejores alimentos. 

   Aquiles era sabedor de que eliminar al príncipe troyano significaba sellar su propia suerte: Héctor se lo recordó, ya moribundo, al prever su caída, de la que Paris y Apolo serían responsables (Canto XXII, 359). El héroe aqueo ignoró su sino y vengó la muerte de su escudero Patroclo, al que unía un vínculo de profunda intimidad.

   La pérdida de Héctor en defensa de la patria valió la internación de Príamo, orgulloso de su prole, en las naves enemigas y la petición de sus restos, aun postrado en presencia de Aquiles; la pérdida de Patroclo había provocado la indolencia del primero de los aqueos frente a su fin, que había sido anunciado en dos oportunidades. Hoc erat in fatis

   Ya planteó Eneas que la única salvación del vencido era no esperar salvación.


     Vida
     Guerra y paz, Libro IV

En 1867, once años después de participar en la Guerra de Crimea, Lev N. Tolstói, que se pensó heredero de la épica de Homero, publicó Guerra y paz. Ya avanzado el relato, Tolstói plasmó allí la agonía y el postrero fallecimiento del príncipe Andrei N. Bolkonski, gravemente herido en la batalla de Austerlitz. En las postrimerías de la vida, Andrei, que había opuesto la insignificancia de Napoleón (1769-1821) a la gravedad de los procesos que venía experimentando, ya claudicado, reflexionaba:    
<<El amor: ¿qué es el amor?>>, pensaba.
<<El amor se opone a la muerte; el amor es vida. Todo lo que comprendo lo entiendo porque amo. Todo, todo existe únicamente porque amo. Todo está ligado por el amor únicamente. El amor es Dios; morir significa que yo, una partícula del amor, retorno al manantial común y eterno>>. ”
   Alrededor de dos mil quinientos años alejan la agonía de Héctor y la de Andrei, dos príncipes que, presenciando el final, se expresan: el primero se rinde con una advertencia a su verdugo, el segundo saluda el providencial hallazgo de una nueva vida. Cornelius Castoriadis (1922-1997) planteó que los griegos pensaban que la muerte era el final ; sin embargo, Tolstói era cristiano, de forma que no es azaroso que proponga un ocaso que no es sino el regreso a Dios, identificado con el amor: Théos agape estin (1 Juan 4: 8).

   La muerte podría haber alcanzado al príncipe Andrei de todas las formas posibles, pero se produjo a raíz de una herida de guerra. Con los años, el responsable de que fuera así, se volvió el pacifista par excellence de su tiempo; a dos meses de fallecer, el literato escribió una carta a Mahatma Gandhi (1869-1948) que influyó profundamente en el líder indio. En ella, Tolstói decía que el amor es “el esfuerzo de las almas de los seres humanos hacia la unidad y el comportamiento dócil entre sí que resulta de ello” . Veladamente o no –solo habían pasado cinco años de la guerra ruso-japonesa, aún viva en el recuerdo del autor de Anna Karenina–, Tolstói afirmaba que la guerra era lo opuesto al amor: donde éste procuraba un comportamiento dócil, aquélla era el espacio del extremo opuesto.

   Inmediatamente después de la muerte de Fiódor M. Dostoievski (1821-1881) se perpetró el magnicidio del zar Alejandro II (1818-1881); de la misma forma, no se habían cumplido cuatro años del final de Tolstói en la estación de Astápovo cuando el 28 de junio de 1914 se produjo el asesinato del archiduque Francisco Fernando (1863-1914) en Sarajevo. Diera la impresión de que fueron el freno del mal, un katechon (2 Tesalonicenses 2: 6-7), igual que lo fue el profeta galileo al que seguían.   

   Paz
   Vida y destino, Segunda parte

Vasili S. Grossman (1905-1964), que falleció después de ser perseguido por el régimen soviético, ideó en Vida y destino a Ikónnikon-Morzh, un personaje que respondía al perfil del santo laico, ya vivido. Internado en un campo de reclusión alemán durante la Segunda guerra mundial, Ikónnikon-Morzh redactó, de forma clandestina, unas notas previas a su ejecución; en ellas aún se percibe latente el tolstoísmo que, según refiere Grossman, el personaje había profesado:
“El bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en las doctrinas de los grandes sociólogos y líderes populares, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de modo natural y espontáneo. Al final del día prefieren el calor del hogar a encender hogueras en las plaza (…) Es la bondad particular de un individuo hacia otro, es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad sin sentido (…) al margen del bien religioso y social (…) El amor ciego y mudo es el sentido del hombre.” 
   Tzvetan Todorov (1939-2017), ferviente lector de Grossman, publicó en el año 2000 un libro de título ilustrativo: Mémoire du mal, tentation du bien. Todorov nació y vivió en Bulgaria hasta 1953, por lo que había llegado a reconocer la naturaleza de los regímenes totalitarios: la Alemania nazi y la Unión Soviética, procurando el bien, infligieron el mal. Identificando la perversión resultante de obviar lo humano en aras de un fin idealizado, Grossman y Todorov plantearon el mismo propósito: “El hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre” . De ahí que Ikónnikon-Morzh apelara a la bondad innata de todo individuo, que no precisa de un estímulo externo.

Grossman rompió no solamente con la visión de sus coetáneos comunistas, sino incluso con la de la fe cristiana que profesaron sus referentes literarios del siglo XIX: en opinión de Grossman, el bien no reside en la Historia o en Dios, sino en la bondad de las personas del común, ajena a doctrinas filosóficas, políticas o religiosas. Los planteamientos del autor de Todo fluye y los de Tolstói, sin embargo, se reunieron en un punto: el amor, de nuevo invocado en plena guerra por uno de sus espectadores ilustres, es el fenómeno opuesto al mal propagado en sus respectivas épocas . 

El pensamiento que se inclina por permitir que el orden político repose únicamente en la bondad humana ya había sido revisado por Nicolás Maquiavelo (1469-1527), que apuntó en El príncipe: “Un hombre que quiera hacer en todo profesión de bueno, acabará hundiéndose entre tantos que no lo son” . A juicio del que escribe, Tolstói y Grossman no fueron dos ilusos; lejos de ignorar la maldad, su propuesta no fue la de una solución perentoria e infalible, sino un clamor: igual que Dante (1265-1321)  reconoció l’ardor santo que refulge en el interior del ser humano, junto al que alumbra su opuesto, los escritores rusos apelaron a él con intención de avivarlo; tan olvidado lo intuyeron. 


     Conclusiones

Huelga advertir de la influencia de la Ilíada en las obras de Virgilio y de Tolstói, o de la inspiración que fue Guerra y paz en Grossman. Aun así, las cuatro referencias, al ser proyecciones de la forma en que el ser humano ha ido afrontando la guerra a lo largo de los siglos, no resulta extraño reconocer profundas oposiciones entre el primer y el segundo grupo. El ideal del guerrero preponderó en los clásicos iniciales, sin que obste que Homero vivió en la época arcaica y Virgilio unas décadas antes del advenimiento de Jesús de Nazaret. En Eneas o en Aquiles no primó forzosamente el Sein zum Tode, usando la expresión de Martin Heidegger (1889-1976), sino el Sein zum Ruhm, el ser-a-la-gloria, solo que alcanzar la última requería exponerse a la primera. Los segundos, en cambio, se opusieron al enfrentamiento e, independientemente de la valentía o de la falta de ella, lo fundamental del príncipe Andrei y de Ikónnikon-Morzh es lo que experimentaron en oposición a la guerra: la forja de un amor que extinguiera el mal del que fueron víctimas. 

   A principios de los años ochenta, en la época en que investigó la invasión soviética de Afganistán, Svetlana A. Alexiévich se indignaba al ver que, con los jóvenes perdiendo la vida en el frente, a su alrededor solo se escribía sobre relaciones internacionales, geopolítica y fronteras . El propósito ahora ha sido precisamente no incurrir en ello y reflexionar sobre lo íntimamente ligado al ser humano, que al final podría reducirse a dos palabras: el valor con el que se pensó a los héroes en la Ilíada y la Eneida; y el amor con que, en Guerra y paz y Vida y destino, se anheló eliminar la posibilidad de nuevas guerras.

* Escrito presentado en el Seminario de Doctorado UCM
La era de la guerra total: guerra, Estado y sociedad (1914-2015) en noviembre de 2017