"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

domingo, 8 de diciembre de 2019

Potentia absolute minuitur



Somos lo que hacemos
para cambiar lo que somos
Eduardo Galeano

Melancolía, según es sabido, viene del vocablo griego μελαγχολία (melankholía), formado a su vez por dos voces: bilis (μελαγ, melan) y negra (χολία, kholía). Hipócrates (circa 460-370 a. C.) acuñó el concepto porque pensaba que en el cuerpo humano podían darse cuatro humores: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico; en virtud de sendos fluidos: la sangre, la flema y la bilis, que es amarilla o negra. Dichos líquidos no se dan siempre en la misma proporción; de hecho, según el médico de Cos, “si el temor (φόβος, phóbos) y la tristeza (δυσθυμίη, dysthymíē) perseveran mucho tiempo, esto indica melancolía” (Aforismos, 6, 23). Ello significa que una presencia elevada de la bilis oscura originaba, en opinión de Hipócrates, un ánimo que podía identificarse gracias al temor y a la tristeza del paciente. 

   Siglos después, Baruch Spinoza (1632-1677) decía en la Ética que "la melancolía es siempre mala" porque "la potencia de actuar del cuerpo, en su totalidad, se disminuye o reprime" (Parte IV, Proposición 42, Demostración). Un gran spinozista, el profesor Remo Bodei (1938-2019), a partir de su lectura del pulidor de lentes, agrega que "los melancólicos –herederos de la actitud medieval del desprecio del mundo, conscientes de la vanidad de todas las cosas– desean (...) separarse de los demás hombres y despedirse de todo placer, juzgándolo imposible". Y, a continuación: "Se refugian, por tanto, en una utopía bucólica, para estar completamente solos y para no encontrarse, paradójicamente, ni siquiera a sí mismos". El capítulo de Bodei del que proceden las líneas citadas se titula Vanitas, pero el pensador de Cagliari olvidó agregar que una persona melancólica, lo primero que considera vano, es a sí misma.

   Después de ser diagnosticada de su primer cáncer en 1978Susan Sontag (1933-2004) sacó energías para constatar que durante el siglo XIX "tristeza y enfermedad se hicieron sinónimos". La tristeza y la enfermedad a las que alude la autora neoyorquina son, respectivamente, la melancolía –"La enfermedad del artista"– y la tuberculosis –"Una enfermedad del alma"–. Los casos de Percy B. Shelley (1792-1822), John Keats (1705-1821), Frédéric Chopin (1810-1849), Robert L. Stevenson (1850-1894) o D. H. Lawrence (1885-1930) habían alimentado la asociación entre el genio y la melancolía, que explota durante el Romanticismo, pero que ya germinaba en la Grecia clásica: "Todos los melancólicos son personas fuera de lo normal, no por enfermedad, sino por naturaleza" (Problemas, Sección XXX, 1, 955a, 40-41), opinaba Aristóteles (384-322 a. C.).

   El punto es que el siglo de Victor Hugo (1802-1885) vinculó la melancolía a los artistas. Valga leer un paso del Diccionario de ciencias médicas de 1819, que postulaba que la misma "debe ser dejada a los moralistas y a los poetas que, en su expresión, no están obligados a tanta severidad como los médicos". 

   Uno de los literatos que lograron salvarse de la enfermedad, mas no de la tristeza, fue Étienne P. de Senancour (1770-1846), el autor de Obermann, uno de los libros más hermosos y selectos de la centuria. En 1804, después de aislarse en los Alpes, Senancour pronuncia unas palabras en las que vibran las de Hipócrates, Spinoza y sus coetáneos. En ellas vislumbramos, además, que, en según qué oportunidades, el melancólico alcanza una lucidez privilegiada:

"Miro las cosas positivas, vuelvo a caer en la duda; veo una oscuridad profunda. Hasta abandonaría la idea de un mundo mejor. Cansado y desalentado, me limito a compadecer una existencia estéril y de necesidades fortuitas. No sabiendo dónde estoy, aguardo el día que debe poner fin a todo, sin esclarecer nada" (Carta XXIX).

Vástago del siglo XIX, Sigmund Freud (1856-1939) profundizó en la cuestión y en 1915 planteó que la melancolía se caracteriza por cinco síntomas: "Una desazón profundamente dolida", "una cancelación del interés por el mundo exterior", "la pérdida de la capacidad de amar", "la inhibición de toda productividad" y "una rebaja del sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y auto denigraciones", una práctica que podría agravarse hasta alcanzar "una delirante expectativa de castigo". Aun así, el autor de El malestar en la cultura presentó una última clave más adelante, al agregar que el melancólico experimenta "una extraordinaria rebaja en el sentimiento yoico". El "yo", dice Freud, "se ha hecho pobre y vacío"; el yo, diría Bodei mucho después, se ha hecho vano




   Mijaíl M. Zóshchenko (1894-1958) experimentó varios de los síntomas a los que había aludido Freud durante sus primeros treinta años de vida, a lo largo de los cuales lamentaba la "increíble tristeza" que le hacía ser "infeliz, sin saber por qué" y que cifraba en un extraño "miedo a la vida". El literato peterburgués publicó una obra, Antes de que salga el sol, en la que explicaba su pesar, que iba camino de volverse crónico: "La melancolía, pensaba yo, es mi estado normal". Finalmente, Zóshchenko cuenta con gran alegría que superó la melancolía gracias a la potencia de la razón, su particular respuesta al miedo: "Salí vencedor (...) Apareció una nueva vida".

   En vista de los pasos que ha dado la melancolía, sorprende saber que hoy no se la "considere una categoría clínica", lo que "dificulta en gran medida el planteamiento terapéutico". Más allá de lo oportuno que sería preguntarse por qué la psicología positivista vitupera el concepto de melancolía (quizá debe ser dejada a los moralistas y a los poetas, igual que en el siglo XIX), da la sensación de que el mismo ha sido suplido, solo sea parcialmente, por el de depresión: "La depresión es la melancolía sin sus encantos, sin su animación ni sus rachas", advertía Sontag hace cuarenta años. La sustitución ha sido tal que, a veces, los psiquiatras optan por diagnosticar "“trastorno bipolar” o “depresión mayor”" en lugar de melancolía. 

   A pesar de ello, hay una línea que une los episodios que hemos ido visitando: la persona que la sufre experimenta una pérdida de potencia (sin contar el genio creativo con el que la han asociado Aristóteles o Sontag), un agravio que vulnera el vínculo con uno mismo y con el mundo. Ahí vemos la tristeza y el temor a los que aludía Hipócrates, una suerte de Grundakkord, por decirlo con Jacob Burckhardt (1818-1897), que ha seguido sonando, aun con variaciones, en adelante. 

   Podemos expresarlo más adecuadamente si decimos que la problemática con la que ha de lidiar el melancólico, ruso o austriaco, clásico o romántico, en Atenas o en Suiza, es la de habitar un mundo al que no se siente pertenecer. Su patria es él mismo, ella misma, una vez que todo sucede dentro de sí: el adelgazamiento de la voluntad, la pérdida del amor, el castigo. El yo oscila, igual que un péndulo, entre el pulso vital y la vanidad, entre el saludo y el adiós, entre la energía y el agotamiento. 

   A su lado, de cuando en cuando, hay una contrapartida que cristaliza en la claridad de visión (de ahí, posiblemente, el síndrome del espectador, tan común). ¿No es lúcido Bernardo Soares, el heterónimo con el que Fernando Pessoa (1888-1935) firmó el Libro del desasosiego? ¿No lo es Senancour, su más claro ascendente? Irónicamente, uno de los problemas de ver con claridad es que el riesgo de no salir de ahí es alto, y la prueba es que los dos autores, al contrario que Zóshchenko, se solazaron en la autocompasión sin hallar mayor alivio que compartir sus pesares. 

   En virtud de lo dicho, ¿cuáles son las posibilidades de la persona melancólica? A decir verdad, solo hay dos: el vencimiento o la voluntad de darle la vuelta, a sabiendas de que es una labor que, salvo excepciones, ocupará toda la vida y que probablemente se alternará con la primera. En opinión del que escribe, solo sea por sus veleidades spinozianas, los encantos de la bilis oscura arduamente legitimarían que nos gustáramos en ella, ya que, a pesar de su ocasional lirismo, es un humor que a la larga se vuelve peso y lastre. De ahí la pertinencia de identificarla y poder lidiar con ella adecuadamente: el o la que sufre una potentia absolute minuitur, usando la expresión de Spinoza, ha de ser capaz de dar paso a una potencia absolute maximam. Una potentia, valga decirlo, que, con toda seguridad, será más encantadora.