"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

domingo, 17 de noviembre de 2013

Elitismo o democracia


Allegados de Josep Pla (1987-1981) cuentan que, hacia el final del Franquismo, cuando se le preguntaba por un eventual advenimiento de la democracia, el escritor catalán reaccionaba soliviantado frente a lo que prácticamente consideraba una ofensa: “¿Qué se creen, el poder para el pueblo? ¡Sólo faltaba que el pueblo tuviera poder!”[1] El discurso del de Palafrugell entronca, doscientos años mediante, con el del primer gran teórico del elitismo: Edmund Burke (1729-1797). El pensador dublinés, dirigiéndose a los electores de Bristol en 1774, explicaba:

“Es su deber [el de los representantes] sacrificar su propio descanso, su bienestar y sus placeres a los de ellos [los representados]; y sobre todo, siempre y en toda ocasión, ha de anteponer los intereses de ellos a los suyos propios. Ahora bien, ni su criterio imparcial, ni su experimentado juicio y conciencia perspicaz debe sacrificarlos ante vosotros, ni ante persona ni grupo alguno. Estos atributos no dependen de vuestra satisfacción, ni de la ley ni de la constitución. Son una concesión de la Providencia, por cuyo abuso deberá rendir cumplida cuenta”[2].

Confirmaba poco menos que el voto había sido un requisito prescindible y, al apelar al “experimentado juicio y conciencia perspicaz” de los representantes, sentaba la base de lo que décadas más tarde sería dado a conocer como ‘las teorías elitistas de la democracia’. El catedrático de Filosofía de Derecho Ignacio Sánchez Cámara expone que las mismas “afirman la existencia de minorías especialmente aptas o cualificadas[3] para ejercer la representación, una aseveración que únicamente adolece de la apelación a Dios para pasar por obra de Burke.

Otro autor, heredero heterodoxo de Edmund Burke, fue James Madison (1751-1836). Hanna Pitkin, quien en su tesis doctoral estudió con hondura la representación bajo la supervisión de Sheldon Wolin y John Schaar (1928-2011), atribuía a los autores de El Federalista (entre ellos el que fuera el cuarto presidente en la historia de los Estados Unidos) la siguiente premisa: “Un gobierno representativo es un dispositivo que se adopta debido a la imposibilidad de reunir a grandes cantidades de gente en un solo lugar”[4]. Ello suponía una nueva piedra en el camino de la construcción teórica del elitismo.

A pesar de que Madison –a diferencia de Burke– no consideraba que el representante conociera los intereses del representado mejor que él mismo, sí planteaba que es capaz de conocer suficientemente bien los intereses de sus votantes como para perseguirlos[5]. Dicho en otros términos, los representantes, que deben existir dada la necesaria naturaleza del gobierno representativo, están dotados nuevamente de “experimentado juicio y conciencia perspicaz” para interpretar los verdaderos intereses (en terminología madisoniana) de los electores:

“Los representantes serán hombres superiores y desapasionados que deliberan sosegadamente a la luz de la razón, y rehusándose a dar pasos a los facciosos deseos de sus electores”[6].

Los postulados del conservador Burke y del federalista Madison no solamente demuestran que existieron autores previos a los conocidos como ‘elitistas clásicos’[7], los ‘elitistas democráticos’[8] y los críticos de la sociedad de masas[9]; sino que habrían de sentar la base de los planteamientos que desarrollarían todos ellos, a saber: la valoración positiva de las élites, la lucha por el poder detentado por una minoría, el papel negativo atribuido a las masas o la prevención contra los excesos de la democracia[10].

Sin embargo, no todas las voces trabajan en la misma dirección. Así, por ejemplo, un joven profesor universitario llamado Víctor Alonso Rocafort parte de la misma premisa que los pensadores elitistas –“Somos radicalmente distintos. Todos y todas”[11]– para plantear, no obstante, todo lo contrario: “En democracia corresponde a la ciudadanía discutir las leyes, deliberar conjuntamente sobre ellas y decidir”[12]. Donde aquéllos sugieren delegar en “los menos” (como diría Ignacio Sánchez Cámara) las cuestiones que atañen a la política, otros proponen profundizar en los mecanismos democráticos. Ambas corrientes de pensamiento, tanto la de los elitistas como la de Alonso Rocafort, forman parte de un enconado debate en torno al modo de establecer quiénes ostentan la facultad de dirigir el Gobierno de los ciudadanos: aquélla restringida y selecta, ésta plural y abierta.


Si entendemos la soberanía como el “poder final e ilimitado que rige, en consecuencia, la comunidad política[13], quizá se comprenda con mayor claridad que la discusión es una disputa en base a dónde ubicarla. Dadas las dos opciones, hay quien prioriza a “los mejores desde el punto de vista intelectual y moral, aquéllos en quienes el espíritu humano alcanza su plenitud[14]; y hay quien, por el contrario, es partidario de un planteamiento normativo de la democracia, tratando de justificar por qué un sistema político recibe tal nombre.

Ocurre, empero, que “la permanencia o conquista del poder político por parte de un grupo reducido que cuenta además con una posición social de privilegio por razones culturales, familiares y, sobre todo, económicas”[15] se define como ‘oligarquía’. Y se convendrá conmigo en que el régimen que actualmente ostenta España está más cercano del oligárquico que de la ilusoria “forma de gobierno donde la autoridad se ejerce por una mayoría de los miembros de una comunidad política”[16] denominada ‘democracia’.

Independientemente del nombre que reciba el sistema político, resulta macabro comprobar cómo el círculo se cierra a favor de los poderosos. En democracia la legitimación del poder procede del voto expresado a través del juego electoral en el que la voluntad popular escoge a sus representantes; sin embargo, ‘élite’ procede del término francés ‘élire’, cuya traducción en español es (sin casualidad) ‘elegir’, del que deriva ‘elección’. Parafraseando al presidente Bill Clinton, es la etimología, estúpidos.

Atrapados en una democracia elitizada que se justifica aupando a “los pocos”[17] (aunque existan ligeras dudas acerca de su “plenitud de espíritu”) en cada toque de corneta electoral, la alternativa es trabajar para que el poder de “los muchos”[18] no se convierta en oclocracia, esto es, la “forma de gobierno caracterizada por ser la masa, generalmente inculta la que ostenta y ejerce el poder político”[19]. Un régimen, por tanto, donde el pueblo, para disgusto del bueno de Josep Pla, ostentara una soberanía consciente y responsable.

Todo lo anterior podría complejizarse si se advierte que, según plantean autores de la talla de Hannah Arendt o Javier Roiz, somos “seres sin soberanía; incapaces de gobernarnos a nosotros mismos; en una palabra, personas sin el autogobierno de la conciencia”[20]. Pero ésta, la de la soberanía individual, es otra historia.  



[1] Imprescindibles – Josep Pla; Radio Televisión Española; 22 de abril de 2011; min: 50:43-50:47. En línea: http://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-josep-pla/1081189/ (Última visita 16 de noviembre de 2013).
[2] BURKE, Edmund: Revolución y descontento. Selección de escritos políticos; CEPC; Madrid; 2008; p. 90. En línea: http://constitucionweb.blogspot.com.es/2010/12/discurso-los-electores-de-bristol.html (Última visita 16 de noviembre de 2013).
[3] SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio: “Minorías selectas, liberalismo y democracia”. En línea: http://www.cuentayrazon.org/revista/pdf/026/Num026_005.pdf (Última visita 16 de noviembre de 2013).
[4] PITKIN, Hanna: El concepto de representación; CEPC; Madrid; 1985; p. 212.
[5] Ibídem; pp. 218-219.
[6] Ibídem; pp. 214-215.
[7] Vilfredo Pareto (1848-1923), Gaetano Mosca (1858-1941) y Robert Michels (1876-1936).
[8] Joseph Schumpeter (1883-1950), Giovanni Sartori, Max Weber (1864-1920), John Plamenatz (1912-1975) y William Kornhauser (1915-2001).
[9] David Riesman (1909-2002), José Ortega y Gasset (1883-1955), Max Scheler (1874-1928) y Karl Mannheim (1893-1947).
[10] La ‘tiranía de la mayoría’ que tanto temía James Madison, por ejemplo.
[11] ALONSO ROCAFORT, Víctor: “Disciplina, democracia y partidos”; Eldiario.es; 15 de noviembre de 2013. En línea http://www.eldiario.es/zonacritica/Disciplina-democracia-partidos_6_195690440.html (Última visita 16 de noviembre de 2013).
[12] ALONSO ROCAFORT, Víctor: “Expertos, objetividad y odio a la democracia”; Eldiario.es; 9 de junio de 2013. En línea: http://www.eldiario.es/zonacritica/Expertos-objetividad-odio-democracia_6_139346083.html (Última visita 16 de noviembre de 2013).
[13] MOLINA, Ignacio: Conceptos fundamentales de Ciencia política; Alianza Editorial; Madrid; 1998; p. 118.
[14] SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio: “Minorías selectas, liberalismo y…” Op. Cit; p. 3.
[15] MOLINA, Ignacio: Conceptos fundamentales… Op. Cit; p. 84.
[16] Ibídem; p. 34.
[17] SÁNCHEZ CÁMARA, Ignacio: “Minorías selectas, liberalismo y…” Op. Cit; p. 1.
[18] Ibídem.
[19] MOLINA, Ignacio: Conceptos fundamentales… Op. Cit; p. 84.
[20] ROIZ, Javier: El mundo interno y la política; Plaza y Valdés; 2013; p. 284.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Adèle



Adèleduerme despreocupada por la muerte, como sólo pueden hacerlo los animales. Únicamente tiene quince años –los adolescentes gozan del halo de inmortalidad que confiere saber que el deceso, en principio, aguarda lejos todavía. Sus ojos se entornan durante la vigilia en la misma proporción que se entreabren sus labios cuando ha conciliado el sueño: la mirada parece cansada, pero en realidad se está abriendo al mundo; una ambigüedad semejante a la de los bostezos, que no se sabe si evidencian agotamiento o despereza.

Todo lo contrario le ocurre a Emma, cuyas ojeras, aun incipientes, reflejan el sufrido camino de descubrimiento y autoaceptación que Adèle apenas comienza a intuir. El poso de veteranía que otorgan las relaciones no siempre equivale a experiencia amorosa; el complejo táctico y repetitivo que impone una relación en ocasiones constriñe el amor –al tiempo que, paradojas de las realidades paradójicas que son los sentimientos, le permite florecer, cuestión más profunda y compleja, cuyo fin es ser experimentado en sí mismo de forma libre.

Emma es diestra en el noviazgo y quizá en el amor; Adèle, primeriza. Sin embargo, ambas llegan a la otra con la inocencia del terreno por sembrar y aparece lo que Thomas Mann describiera alguna vez: “Fue amor a primera vista, amor eterno, un sentimiento desconocido, inesperado.” Fértiles como son, diría  André Gide, persiguen “a través del placer algo más allá del placer” y construyen una relación tradicional de viernes por la mañana, sábados por la noche y domingos por la tarde.

Los años vuelan, y Emma, que prioriza la relación a los sentimientos, dedica a su carrera de pintora las mayores preocupaciones. Adèle, al contrario, vive del amor y, a pesar de que el suyo por Emma es sólido, acusa ahora una falta de atención que compensa en brazos ajenos. Quien vive pendiente del medio corre el riesgo de olvidar el fin, y quien atiende al fin se encuentra en peligro de confundir el medio.

La tragedia de una ruptura es que no siempre trae consigo la desaparición del amor. Es aquí, en el ocaso, cuando reverbera el espíritu de los sentimientos que habita en cada una y que nunca antes podrían haberse expresado. Emma cierra la relación y obliga a sus sentimientos por Adèle a transformarse, no se diluyen: “Siento por ti un cariño infinito”, le explica. Adéle, por su parte, ama a Emma transcendiendo los límites de tiempo y espacio que impone la relación. Siente por ella lo que se siente hacia los padres: un amor que sobrevive a la muerte de éstos, se los quiere aunque ya no estén. Una quiso, la otra amó; Emma despidió a una pareja, Adéle a lo imperecedero.

Habrá quien objete: “Sentir de ese modo es imposible, padres no hay más que dos”. La pregunta es, ¿y amores, cuántos hay?


*La vie d'Adèle, dirigida por Abdellatif Kechiche, fue 
estrenada en España el pasado 25 de octubre después de 
ganar la Palma de Oro en el último Festival de Cannes.

martes, 16 de julio de 2013

Con permiso de Unamuno y Jaspers


Hace tanta soledad que las palabras se suicidan
Alejandra Pizarnik

            Escribía Miguel de Unamuno: "Si la conciencia no es nada más que un relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que la existencia". No fuimos antes de nacer y no volveremos a ser después de muertos. “Eso es lo racional”, añadiría el filósofo bilbaíno; sin embargo, lo racional ha provocado miedo, tanto como la expectativa del vacío es capaz de aterrar a un ser humano consciente de su finitud.

Porque tanto la desazón ante la irreversibilidad de la muerte, como el gozo de la existencia desde la certeza de su absurdo, se asimila en vida. Hermann Hesse reflexionaba: “La vida no tiene sentido, es cruel necia y a pesar de todo maravillosa (…) Tenemos que aceptar la crueldad de la vida y la necesidad de la muerte, no con lamentos, sino saboreando esta desesperación”. Sin embargo, multitudes han sucumbido al hechizo contrario y no han logrado soportarla. Para el cineasta alemán, Volker Schlöndorff, la vida se compone de tres tiempos: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro; el recuerdo, la observación y la espera. En ocasiones falla uno y en ocasiones varios, cuando no todos.

Hay quien sufre complejo, en plural o en singular. Quien se abandona a la soledad a pesar de que, como recita Alejandra Pizarnik, “de allí no se vuelve”. Quien, como Diane Arbus, se vence por la angustia. También hay quien sucumbe al paso de los años, y con ellos, advierte Léo Ferré, “no se ama más”. Quien se ha alejado lo suficiente de los hombres, como Nietzsche al abrazar a su caballo; o quien ya no alberga esperanzas, como Béla Tarr: “Todo se ha venido abajo y todo se ha envilecido”.

Titulo Con permiso de Unamuno y Jaspers porque habría sido sencillo hacerlo Del sentimiento trágico de la vida, frase que inexplicablemente rondaba mi mente pero que ya da nombre a la gran obra filosófica del autor de 'Niebla'. De la misma manera que no hubiera sido difícil encabezar este escrito con un categórico Lo trágico, pero entonces pervertiría la obra del pensador alemán Karl Jaspers. Y mis pretensiones no llegan hoy tan lejos.

Ahora sólo he querido dar cuenta de un sentimiento compartido por los artistas que me rodean en los últimos tiempos. Todos, desde su rincón particular, han mostrado sensibilidad en torno a este concepto teatral más antiguo que Platón, la tragedia, y lo desafortunado que puede resultar el peso de la existencia. “La vida está llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa”, se lamenta Woody Allen. “Quizá no amemos lo suficiente la vida”, responde Albert Camus. Quizá.

Violeta Parra compuso ‘Gracias a la vida’, considerada la mejor canción en español del siglo XX, un año antes de disparar contra sí misma. La exitosa dramaturga Sarah Kane ajustó más su despedida, ya que ‘Psicosis: 448’ fue publicada días antes de ahorcarse con los cordones de los zapatos. Previamente había intentado matarse ingiriendo dos centenares de pastillas, pero fue socorrida a tiempo. 

No fue un adiós sino un comienzo el camino que inició el cineasta Juan Luis Torres Leiva en 2002 con 'Confesiones de un caballo suicida', su ópera prima. En ella, un corto de 12 minutos, el director chileno, a la espera de conocer si será también un artista trágico, recopiló las reflexiones de algunas de las personas citadas aquí. Con él, que contribuyó a abrirme las puertas del resto, me despido: 

martes, 19 de febrero de 2013

Sobre el desconocimiento y desprecio del Mundo Interno



Lo que olvide uno, todo eso sabrá
Chicho Sánchez Ferlosio

Se ha hablado ocasionalmente de Friedrich Nietzsche a lo largo del curso, especialmente para decir de él que era un filósofo carente de una formación extensa, lo cual no le impedía ser poseedor de una sensibilidad fuera de lo común. Tal era su capacidad sensitiva que la rumorología lleva un siglo haciendo circular una anécdota –quién sabe si fue cierta– narrando un suceso que tuvo lugar durante la estancia de Nietzsche en Italia. Cuentan que una mañana de enero de 1889, mientras paseaba por las calles de Turín, un cochero azotó brutalmente a su caballo. Cuando el jamelgo expulsaba espuma por la boca a causa de los golpes recibidos, el filósofo alemán se abrazó desconsolado a su cuello, cayendo mentalmente enfermo para no recuperarse jamás. Con el tiempo, el abrazo de Nietzsche se convirtió en un recurso artístico: por ejemplo, Milan Kundera, reconocido escritor checo, rescató este acontecimiento en su obra de mayor éxito, La insoportable levedad del ser; mientras que el director húngaro Bela Tarr se valió del mismo suceso para arrancar su última película, a la que precisamente tituló El caballo de Turín.

Hoy soy yo quien recuerda aquella vieja historia para mostrar que la sensibilidad de Nietzsche no acaba en unos pocos comentarios de incontrastable veracidad. Su obra  La genealogía de la moral arranca con ocho palabras que constituyen, al mismo tiempo, un ejercicio de humildad y la demostración del genio propio de quien un día se atrevió a matar a Dios[1]:

Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros.[2]

Es interesante ver a un pensador de semejante categoría sospechando[3] que tras lo evidente puede existir un mundo incontrolado, ajeno a nuestro conocimiento, que nos convierte en objetos de conocimiento parcialmente ignorados para nosotros mismos y, por tanto, para cualquier otro ser humano.

Veinte años antes, cientos de kilómetros al Este, escribía otro pensador de las sensaciones humanas muy admirado por Nietzsche, un novelista ruso llamado Fiodor Dostoievski. En el prólogo de una de las ediciones de Crimen y castigo, Vladimir Nabokov, conocido autor de la exitosa Lolita, analiza la estructura psicológica de algunos personajes de la obra de su insigne compatriota, revelando que varios de ellos sufrían lo que se ha dado a conocer como histeria. Rápidamente Nabokov se aviene a desmentir “por completo la idea, propuesta por algunos críticos, de que Dostoievski se hubiera anticipado a  Freud y Jung[4]; ya que la coincidencia terminológica parece provenir de un médico alemán llamado C. G. Carus –al que Dostoievski había leído con anterioridad­–, quien en ningún caso se había adelantado al psicoanálisis[5]
  
Sin embargo, lo importante no es si el autor de Los hermanos Karamazov se aproximó a la terapia médica ideada décadas más tarde por Freud, o si posteriormente lo hizo Nietzsche; lo verdaderamente relevante es que hubo personas capaces de reconocer[6] un territorio desconocido e inexplorado que formaba parte de nosotros mismos, cuya existencia fue apuntada por Moisés Maimónides a comienzos del segundo milenio y apuntalada firmemente por el áureo Sigmund[7] ocho siglos más tarde.

El psicoanálisis planteaba que la conducta humana es consciente y no consciente: cada uno de nosotros está integrado simultáneamente por fenómenos de los dos ámbitos, de modo que nuestra vida se ve condicionada por ambas esferas de la realidad. El psicoanálisis se planteó el reto de llegar a comprender y controlar cuáles eran esas manifestaciones no conscientes que determinaban el comportamiento con el fin de sanar al paciente. Freud y sus discípulos descubrieron que determinadas irregularidades mentales estaban directamente relacionadas con traumas arraigados en la infancia y se habían reproducido en forma de patología durante la edad adulta; sin embargo, y reconociendo la grandiosidad que suponía este avance para la salud psíquica, poco importa para nuestro cometido la aplicación médica de este hallazgo. Lo valioso fue confirmar que otro maestro de la sospecha había logrado continuar avanzando en el descubrimiento de la dualidad de la consciencia humana: el mismo Freud hubiera suscrito la frase inicial de La genealogía de la moral.


El provecho que la Ciencia Política extrae del trabajo del genio vienés ha sido el de haber avanzado un paso más en la confirmación de la existencia del mundo interno como “elemento del gobierno de las personas[8], tal y como indicábamos anteriormente. Ocurría que semejante construcción resultaba del todo incompatible con el principio de identidad aristotélico, incapaz de abarcar una premisa que chocaba con la lógica que había regido buena parte del pensamiento occidental desde la Antigua Grecia. La tradición clásica de aquel país mediterráneo –especialmente gracias al pensamiento del filósofo de Estagira– había construido un sistema de pensamiento y obra donde la contingencia se encontraba en progresiva negación. Y la influencia posterior de esta idea no ha hecho más que reproducir y ahondar en sus preceptos. Hegel, que escribió dos mil trescientos años después que Aristóteles, se encontraba imbuido de dicha concepción cuando afirmó muy ilustrativamente: “La consideración filosófica no tiene otro designio que eliminar lo contingente.”[9] Las pretensiones de omnipotencia del ser humano de las que hace gala Hegel fueron y seguirán siendo una manifestación de la soberbia humana mucho antes y mucho tiempo después de que el filósofo alemán cimentara buena parte del pensamiento occidental contemporáneo.

A fuerza no solo de permanecer, sino también de ir consolidándose en el imaginario colectivo, la influencia helena ha pasado a convertirse en un elemento cada vez más evidente de la mentalidad occidental. Este fenómeno está muy ligado al triunfo de la omnipotencia que nos ha legado la tradición clásica griega, pues en su mitología los seres humanos compartían el espacio con los dioses y con los semidioses, impregnando de omnipotencia la vida terrena[10]. El catedrático de Ciencia Política, Javier Roiz, ha sido uno de los pocos en advertir esta insidiosa presencia del estigma grecolatino:

La supresión de la contingencia viene a significar la negación del mundo interno y de la fantasía humana, una cancelación buscada porque sobre ellos no hay control del yo; y se persigue con ahínco como forma de mantener el gobierno de la vida de cada uno.[11]

Es evidente que adivinar esta presencia supone un ejercicio de perspectiva complicado. Un profesor de la Universidad de Santiago, Juan A. Hernández Les, recurre a un concepto de Saul Symonds para ilustrar la dificultad que implica diseccionar la realidad analizando las complicaciones que a su vez plantea entender en profundidad el cine de Michael Haneke. Las películas del director alemán muestran la vida cotidiana, una rutina donde nada nos resulta aparentemente extraño y que sin embargo se encuentra cargada de violencia y autoritarismo social. Esta cotidianeidad en nuestro caso está impregnada por los mismos elementos que observa Haneke, pero con el añadido que supone la negación de la contingencia. A este juego de apariencia y oscuridad[12] que dificulta la comprensión de la realidad Hernández Les lo denomina,

Claridad de visión y opacidad de significado, es decir que la explicación de ciertos acontecimientos de la vida diaria genera, paradójicamente, la dificultad de entender lo que éstos realmente significan.[13]

Pero si mostrar este nivel de lucidez para ver los condicionantes diarios supone un arduo trabajo, todavía lo es más romper la cuadratura aristotélica, arraigada a niveles casi genéticos en la sociedad contemporánea. Freud, por ejemplo, abandonó sus raíces griegas[14] cuando decidió tratar a sus pacientes rompiendo el contacto visual. La vista, que había sido el sentido preponderante para la tradición griega, daba de esta manera paso al oído, protagonista en el acervo judío: Sigmund Freud; como Édipo, James Joyce o Miguel de Cervantes; consiguió salir así “del laberinto de la vigilancia[15]. La evolución de Freud, una aspiración de cuantos hemos tomado consciencia de nuestra celda aristotélica, está bellamente sintetizado por el grupo vasco Zea Mays, cuando en su canción Neguan Joan DaTa  afirman: “Al igual que los recién nacidos, ahora tengo la necesidad de los latidos para ver con los oídos lo que mis ojos no escuchan.”[16] Freud quiso ver con los oídos.

Y es que la negación progresiva de la contingencia ha ido aparejada a la discriminación sufrida por el oído, y con él cada una de las realidades que no son sensibles a la vista: el ensueño, las emociones, el reposo, la infancia, la noche, la inspiración, la espiritualidad, el talento, la retórica, la feminidad, la oscuridad… la letargia, al fin, al referirse “a esa parte de nosotros en la que (…) el poder ejecutivo de nuestra identidad no está al cargo del gobierno de nuestra vida[17], se encuentra excluida de nuestra sociedad. A juicio de la mentalidad dominante, en ella no es apto para la existencia aquello que pueda parecer contingente; por tanto, la letargia, mostrándose fuera del control humano, queda automáticamente relegada. Hay un mundo en la sociedad vigilante que no es, y al no ser se niegan “componentes de nuestra identidad profundos y sabios.[18] Incluso el silencio está apartado de la realidad vigilante. Peor aún: se prefiere el ruido al silencio. Mario Benedetti, figura clave de las letras hispanoamericanas del siglo XX, sintetiza de forma elocuente el triunfo del bullicio, incluso de noche:

Ahora
en esta noche
el silencio no existe
está sellado
por el escándalo del mundo[19]

Esto significa que existe una realidad, no tan profunda ni sabia, que sí ha tenido éxito: triunfan el ruido, la prisa, el abismo, la superficialidad, lo tangible, la incomunicación, el imperativo, la omnipotencia, el día, la vigilia y el espabile. El panorama es aterrador, más si cabe cuando consideramos la forma en que el mundo interno ha sido perseguido y arrinconado: la familia, la amistad, el amor y el trabajo se han convertido en centros de espionaje diarios, que por ser cercanos tanto más peligrosos resultan (de nuevo aparece la claridad de visión, opacidad de significado). Zygmunt Bauman define, desde su particular teoría líquida de la Modernidad, el origen de esta vigilancia perpetua en nuestros ámbitos más íntimos y cotidianos:

Los individuos, consumidos y exhaustos por la seguidilla de interminables y nunca concluyentes exámenes de aptitud, y aterrorizados hasta el tuétano por la misteriosa e inexplicable precariedad de su suerte y la niebla global que se cierne sobre su futuro, buscan desesperadamente a quien culpar de sus padecimientos y sus tribulaciones.[20]

Según Bauman, por tanto, los seres humanos han adoptado una postura vigilante con la que proyectan (término freudiano) el descontento que les produce la actitud vigilante de sus semejantes. La reproducción de este comportamiento parece ser además una constante en el mundo actual: repetir determinados patrones es una circunstancia inevitable, pero poco hemos reflexionado sobre cuál es el transfondo de aquello que estamos perpetuando. En el hogar infinidad de padres persiguen a sus hijos, mientras un número cada vez mayor de hijos persiguen a sus padres[21]; los amigos se exigen mutuamente hasta convertir su relación en una prueba meritocrática incesante; el amor hoy se basa más en la posesión del otro y en la adoración del ídolo que en el propio amor, entendido como el sentimiento que no aspira a la clausura sino a la libertad del cónyuge; mientras que en el trabajo uno no puede, de ninguna manera, “dormirse en los laureles”[22]. Es ésta expresión la que, en síntesis, define a la actitud vigilante presente en las relaciones sociales, relaciones que tienen lugar en los cuatro ámbitos citados pero que podrían extenderse a varios más, empezando por el sistema educativo o la sanidad. En cada uno de ellos la omnipotencia se hace presente, se trata de un fenómeno que aumenta su peligrosidad porque pasa desapercibido: “la conversión de las personas en espías.[23] Nuestro self queda a un lado desde el momento en que nos insertamos en cada uno de estos campos, de tal modo que a través de la repetición descontrolada de estos comportamientos perpetuamos una renuncia –probablemente inconsciente, pero no por ello inocente– al mundo interno. A no ser que nos empeñemos en evitarlo.

Es gracias a este empeño que cabe hacerse una pregunta, advertida por el profesor Roiz, que será la clave en nuestro estudio del gobierno del ciudadano: “Si el yo no abarca toda mi identidad, y si además no posee su control (…) ¿cómo vamos a gobernar nuestras ciudades si ni siquiera sabemos quién gobierna nuestro self?[24] En otras palabras: si no soy capaz de abarcar voluntariamente una parte de mi, teniendo en cuenta que en un gran número de casos ni siquiera soy consciente de que exista, y que aun en el caso de serlo cuento con la imposibilidad de controlarla, ¿cómo puedo anular mi vigilancia y ayudar al resto a que conozcan y eliminen la suya?

Hoy nos sorprende la proliferación de circuitos de grabación continua en establecimientos y conurbaciones; los sociólogos de los medios de comunicación aplauden horrorizados el acierto profético de George Orwell y 1984 mientras ignoran que estos fenómenos son la representación de la vigilancia a una escala diferente de la que ponemos en práctica a diario a un nivel micro, personal, individual. Sabíamos que las cámaras eran espías pero no sabíamos también que lo éramos nosotros, aunque ambos contemos con la misma justificación: curiosamente si graba la lente y vigila el ser humano es “por nuestro bien”. Curiosamente, esta mentalidad de “observación y control[25] se conjuga con el “análisis de opciones y cálculo de utilidades marginales [y con] la acción inmediata como modelo de eficiencia y prosperidad[26] para terminar de confeccionar el gobierno que ejercemos sobre nosotros mismos y que proyectamos en los demás. Digo curiosamente porque aquí volvemos a encontrarnos con la fobia de la contingencia, ¿qué son las cámaras y la vigilancia sino “controles muy férreos para evitar sorpresas[27]?

Estos factores han determinado que la nuestra, como la de la Antigua Grecia, sea una sociedad donde “las relaciones entre hombres son siempre de competencia (…) relaciones belicosas en las que no pueden existir la receptividad sino el doma y el sometimiento[28], comportamiento que “se camufla como inmolación, sacrificio, amor sublimado, independencia o voluntad de cumplir con las obligaciones contraídas[29], de tal manera que es así como “emerge el dolor perenne y masivo que genera ansiedad y, finalmente, depresión ante una vida fútil y sin sentido.[30] De esta manera, si no se remedia antes, el fin de la vida será esencialmente trágico. Pero me detengo un momento para hablar de dos casos donde el final no es trágico, a pesar de encontrarse muy cerca del abismo.


El primero de ellos es el de Travis Bickle, un veterano de la Guerra de Vietnam metido a taxista en Nueva York que, como Nietzsche cuando se aferró al caballo, por entonces ya se encontraba “alejado de la gente[31]. Travis nació en la imaginación de Paul Schrader, tiene la apariencia de un joven Robert De Niro y es el protagonista de Taxi Driver, una película que Martin Scorsese dirigió en 1976. Travis es un hombre sano y atlético, aparentemente pasaría desapercibido, pero no puede dormir y busca un trabajo que ocupe sus horas veladas. Su historia a partir de entonces es la de la soledad, el aislamiento de un hombre que no ha podido reinsertarse tras haber experimentado la masacre de una guerra, como todas, injusta. Es una pieza incorrecta en el puzzle neoyorquino: rechazado por la mujer que ama, desentendido de la vida pública y pobremente integrado en su nuevo oficio comienza a desarrollar una suerte de locura que lo llevan a trabajarse un cuerpo “no (…) para vivir en él[32] sino para destruirlo.

La segunda historia es la de Kanji Watanabe, un funcionario japonés con más de treinta años de trabajo registrado en sus manos. Watanabe descubre un día que tiene cáncer de estómago y apenas le quedan seis meses de vida. En este caso su cuerpo se va a destruir solo, pero a él lo que comienza a dolerle es el espíritu. Es consciente de que en las últimas tres décadas su única tarea ha sido colocar sellos y desviar las tareas que le llegaban a diario para que otros compañeros se encargaran de ellas, si la paciencia de los ciudadanos no se había agotado antes. El cáncer le dio la vida, pues desde ese momento Watanabe descubre que la Jaula de hierro, aquella sobreracionalización de la vida humana aparejada a la Modernidad de la que hablara Max Weber, se había encarnado en su persona, rebelándose contra ella. Kanji Watanabe es el protagonista de Ikiru, que en castellano se tradujo como ¡Vivir!, una película que el gran director japonés Akira Kurosawa rodó en 1952 después de flirtear con el suicido.

Travis Bickle sobrevive en La Gran Manzana después de asesinar a varias personas –muchas menos de las que él hubiera deseado en su sociópata viaje hacia la locura, el gran miedo del ser humano vigilante– y de haber intentado acabar también con su vida; Watanabe muere consumido por la enfermedad no sin antes dar rienda suelta a las terribles ganas de construir que había aletargado durante la mitad de su existencia. A ambos la vida les da una segunda oportunidad, por eso su final, lejos de ser trágico, alberga esperanza dentro de la dureza contenida en sus respectivas historias: Travis puede intentar adaptarse de nuevo a su vida en la ciudad, mientras que Watanabe tiene unos meses para resucitar de su hibernación. Dejando esto a un lado, ¿qué tienen en común estos dos seres humanos –por otro lado, reflejos de una realidad tangible– y por qué aparecen aquí?

La respuesta a esta pregunta se encuentra cuatro párrafos más arriba, en el entrecomillado del profesor Roiz. Ambos han experimentado las relaciones de competencia, uno en la guerra y el segundo en el entramado burocrático japonés, para experimentar más tarde el doma y el sometimiento ante el aplomo de la cotidianeidad; los dos tratan de ocultarse bajo la voluntad de cumplir con las obligaciones contraídas, pues Travis no tiene mayor voluntad que la de trabajar más y más con el fin de llenar las horas que debería ocupar su descanso –encubriendo una negación del sueño y una consecuente apuesta por la vigilia– mientras Watanabe es un dócil autómata dentro de su departamento; y, finalmente, tanto en uno como en otro, fruto de sus relaciones adulteradas con el mundo, se han desarrollado un dolor perenne y masivo que ha desembocado en la depresión ante una vida sin sentido. Sus casos son la historia de la sociedad vigilante llevada a su paroxismo, alcanzando las que podrían ser sus últimas consecuencias, después de todo Travis Bickle y Kanji Watanabe experimentan la “sensación extrema de soledad (…) incluso cuando están rodeado de amigos[33], siendo dos fieles representantes de esta “sociedad deprimentemente activa[34]. Por suerte para ellos, como señalábamos más arriba, el ingenio de sus guionistas les tenía reservada otra oportunidad.

Sin embargo, en la realidad no existen los verdaderos segundos intentos, la existencia humana no es un lienzo donde podamos mejorar un mal ensayo de una vida anterior. Lo decían Charles Chaplin, Milan Kundera y Friedrich Nietzsche; y lo corroboró Pier Paolo Pasolini, un artista italiano, cuando afirmó: “sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.”[35] Por semejante motivo, y porque “la democracia solo resulta posible cuando se acepta una identidad múltiple o fraccionada, un self integrado por ciertas piezas internas a él que, aunque son susceptibles de posesión, no de control[36]; se antojan necesarias “una vida más amplia, una inteligencia más capaz y diferente y el respeto hacia las nuevas cualidades del conocimiento.[37] Así pues, es momento de ponerse en marcha. El ser humano no puede continuar ignorando una realidad que habita dentro de sí mientras reproduce esta negación; no, al menos, si quiere vivir en libertad y respeto con sus semejantes.

Por ello se hace inevitable descubrir el mundo interno, el propio y el ajeno, no para conquistarlo, sino para tomar conciencia de su existencia; esa existencia que la sociedad vigilante niega y que ocultó a Travis Bickle y a Kanji Watanabe, esa presencia que Bauman denominaría líquida y que Freud, Maimónides y Cervantes advirtieron a pesar de no haberse conocido. Es hora de ampliar miras y de completar la realidad, una realidad que a fuerza de ser hueca y de reconocer solo lo tangible se ha quedado vacía.

Una vez un hombre destacó por encima de sus coetáneos por su extraordinaria sensibilidad, y hace más de un siglo supo darse cuenta de que el ser humano iba a aferrarse por mucho tiempo a este vacío. ¿Adivinan? Así, con este presagio, se cierra un libro llamado La genealogía de la moral:

Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer[38]

Daniel Fernández López







[1] En referencia a la célebre frase pronunciada por el personaje principal de su obra Así habló Zaratustra: “Dios ha muerto”.
[2] NIETZSCHE, Friedrich: La genealogía de la moral (traducción de Andrés Sánchez Pascual); España, Alianza Editorial (tercera edición); 2011; p. 25.
[3] En alusión al nombre con el que Paul Ricoeur bautizó a Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud: “los autores de la sospecha”.
[4] NABOKOV, Vladimir; “Fiodor Dostoievski (1821-1881)”; en DOSTOIEVSKI, Fiodor: Crimen y castigo (traducción de Augusto Vidal); Madrid; Editorial Gredos; 2011; p. 25.
[5] El azar ha querido que se produzca aquí una circunstancia curiosa: Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, una de las obras cumbres de Dostoievski, se visualiza en un sueño en el que, siendo niño, se abraza al cadáver de un caballo que acaba de ser asesinado de forma brutal y despiadada por su cochero; una escena muy parecida a la protagonizada por Nietzsche. 
[6] E incluso escribir sobre las patologías que pueden derivar de su desconocimiento, como hace Dostoievski  en sus diferentes trabajos a través de Lisa Jojlákov (Los hermanos Karamazov), Lisa Tuschin (Los demonios), Natasia (El idiota) y Katerina (Crimen y castigo); mujeres que bien presentan un cuadro de histeria o padecen de los nervios.
[7] Así se refería, de forma cariñosa, la progenitora de Sigmund Freud hacia su hijo.
[8] ROIZ, Javier: “Más allá de la retórica”;  p. 15.
[9] HEGEL, G. W. F: Lecciones sobre la Filosofía de la Historia; Madrid; Alianza; 1980; p. 43.
[10] Todo lo contrario ocurre en la tradición judía, donde la omnipotencia queda reservada y concentrada en Yahvé, de modo que los seres humanos serían ajenos a los poderes sobrenaturales propios de la divinidad.
[11] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 6.
[12] Este fenómeno, el de la opacidad, me recuerda a los Haikus. Esos pequeños poemas de origen nipón transmiten en diecisiete sílabas realidades tremendamente simples en apariencia; y, sin embargo, no todos tenemos la mirada lo suficientemente lúcida para extraer de ellos su profunda sabiduría.
[13] HENÁNDEZ LES, Juan A: Michael Haneke: la disparidad de lo trágico; Madrid; Ediciones JC; 2009; p. 81.
[14] Por otro lado, muy presentes en él, como se pone de manifiesto cuando declara en un intercambio epistolar que su intención es llegar hasta el fondo de la mente de su paciente, haciendo gala de una actitud ciertamente vigilante.
[15] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 16.
[16] En la versión original en euskera: “Jaio berrien antzera taupaden beharra dut orain, belarriekin ikusteko nire begiek entzuten ez dutena.”
[17] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 18.
[18] Ibídem.
[19] BENEDETTI, Mario: Yesterday y mañana; Madrid; Visor Libros; 1988; p. 34.
[20] BAUMAN, Zygmunt: Amor líquido; Madrid; Fondo de Cultura Económica; 2011; p. 155.
[21] Uno de los grandes ejemplos que ha dado el arte contemporáneo acerca de este fenómeno ha sido la enfermiza relación que mantienen los personajes de Annie Girardot (madre) e Isabelle Huppert (hija) en La pianista (2001), obra de Michael Haneke, director alemán a quien ya nos hemos referido anteriormente. 
[22] Expresión de origen grecolatino utilizada desde que en el Imperio Romano se coronaban las grandes hazañas militares con una corona de laurel. Anteriormente, el laurel había formado parte de la mitología griega cuando la ninfa Dafne (traducido hoy a nuestros días como ‘Laura’) se convirtiera en laurel para evitar el acoso sentimental del dios Apolo, que había sido alcanzado por las flechas del amor de Eros.  
[23] ROIZ, Javier: “Ofelia y Julieta: el género en la sociedad vigilante”; p. 25.
[24] Ibídem; p. 25.
[25] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 28.
[26] Ibídem.
[27] Ibídem; p. 32.
[28] ROIZ, Javier: “Lo griego en la sociedad de nuestros días”; p. 4.
[29] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 35.
[30] Ibídem.
[31] KUNDERA, Milan: La insoportable levedad del ser; Barcelona, Tusquets; 1992; p. 292.
[32] ROIZ, Javier: “Lo griego en…Op. Cit; p. 3.
[33] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 33.
[34] Ibídem; p. 32.
[35] PASOLINI, Pier Paolo: “Discurso sobre el plano secuencia, o el cine como semiología de la realidad”; p. 4.
[36] ROIZ, Javier: El gen democrático; Madrid; Trotta; 1996; o. 144.
[37] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;  p. 22.
[38] NIETZSCHE, Friedrich: La genealogía… Op. Cit; p. 233.