"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

sábado, 11 de julio de 2015

De pertenencia y permanencia



“Del mismo modo, el más inquieto trotamundos suspira al fin por su patria de nuevo y encuentra en su cabaña, en el pecho de su esposa, rodeado de sus hijos, en el trabajo para su sustento, la dicha que en vano había buscado por el ancho mundo”.

JW von Goethe, Las desventuras del joven Werther

Es ilustre la figura del viajero, especialmente entre los hombres y las mujeres de letras que visitaron numerosos lugares a lo largo de sus vidas, o que eligieron un lugar de residencia alejado de sus ciudades natales. Piénsese en los viajes de Hermann Hesse por Oriente, en los de Tolstói y Dostoievski por Europa central o en los de Joyce por Italia, por citar tres ejemplos reconocibles. Al mismo tiempo, hay quienes no gozan de libertad y son obligados al exilio, de la misma forma que otros son vilmente retenidos; la lista en los dos casos siempre sería demasiado larga. 

    Sin embargo, existen individuos que prefirieron no alejarse. Dos verbos hermanos, procedentes del latín, nos dan las claves: pertenecer y permanecer. El primero viene de pertinere, es decir, ser de; y el segundo, permanere, alude al acto de estar siempre en el mismo sitio. Tres grandes hombres los conjugaron inmejorablemente, aun separados por siglos, incluso por milenios: Sócrates, Kant y Pessoa.

 Los nombres de Sócrates y Atenas son indisociables. El episodio capital de la vida del maestro sucedió allí, ya en su vejez: Sócrates contaba alrededor de setenta años cuando Meleto, Licón y Ánato presentaron en el arconte una denuncia acusándole de pervertir a los jóvenes, de no creer en los dioses de la ciudad y de desobedecer a las leyes. Durante el juicio, Sócrates no ofreció mayor resistencia que la del sentido común, con bellas y nobles palabras sobre su ministerio en la polis.

   El jurado decidió la muerte del filósofo, sentencia que respetó desde primera hora. Platón y Jenofonte, sus dos principales discípulos, ofrecieron versiones opuestas de su reacción en sendas Apologías: el autor de la República ensalzó el pulcro respeto de su maestro a las leyes de la ciudad, al tiempo que Jenofonte planteó que Sócrates prefirió la muerte a una vejez que prometía serias dificultades. Interpretaciones al margen, el hecho es que su última enseñanza, probablemente la más elevada, fue ofrecer su vida a Atenas, su ciudad. No olvidemos que Sócrates rehusó la opción de fugarse en los instantes previos a la ejecución para, finalmente, inmolarse en su celda. No habría sido Sócrates fuera de la emblemática polis y, valga decirlo, Atenas fue menos Atenas sin él. Ya escribió Diógenes Laercio: “Y si los atenienses la cicuta te dieron, brevemente / se la bebieron ellos por tu boca”.

   El de Kant es un caso menos épico. El pensador prusiano llegó al mundo en Königsberg, y se marchó de él ochenta años después en el mismo lugar. Sabemos que, en las extrañas oportunidades en que salió de allí, no viajó lejos ni por mucho tiempo. Sorprende que Kant, el hombre que anhelaba preceptos universales y que ideó el imperativo categórico, no saliera de la antigua capital de la Prusia oriental.

   Sería aventurado pensar por la mente de un filósofo de su brillantez, pero podemos intuir que el suyo fue uno de los ejemplos insignes de universalidad en la individualidad. No en el sentido de Pessoa, que dio vida dentro de sí a múltiples personalidades, sino en el de la inmensa riqueza que atesoraba y en su facultad de juicio, que debió de anular en él toda necesidad de viajar. Una hermosa casualidad hizo que un siglo después de su muerte, Hannah Arendt, una de sus herederas intelectuales más brillantes, estudiara en la misma Universidad en la que él dio clase. ¿Adivinan en qué ciudad?



Finalmente, Pessoa fue un ejemplo extraordinario. Nació en Lisboa, se vio obligado a pasar su infancia en Sudáfrica, ya que su padrastro era cónsul en la ciudad de Durban, y en torno a sus veinte años volvió a la capital portuguesa, de la que no salió más que en dos oportunidades, únicamente para realizar viajes cortos.

   El poeta luso fue un notorio adversario de los viajes: “Podría ir a buscar riqueza a Oriente, pero no riqueza de alma, porque la riqueza de mi alma soy yo mismo, y yo estoy donde estoy, con Oriente o sin él”, anotaba en el Libro del desasosiego. Pessoa, al igual que Kant, solo que con un estilo poético y hermoso, albergaba un comos dentro de sí mismo. Él era su propio universo, no solamente por sus numerosos heterónimos, sino porque sabía que el mundo de fuera es minúsculo para quien ha vuelto la mirada hacia dentro: "Como si no supiera que cualquier cosa que pueda venir del exterior no es nada en comparación con lo que puede suceder en el interior", escribió Tolstói en sus Diarios el primer día de 1891. 

   Recuperando un argumento del profesor Rafael del Águila, vivir en una ciudad es más que amarla, porque uno podría amarla igualmente en la distancia. Al habitar en ella uno se expone a graves penalidades: Sócrates puso fin a sus días con veneno, Kant fue reconocido de forma tardía y Pessoa vagaba ebrio por las calles de Lisboa antes de morir olvidado en un hospital. Al vivir en un lugar uno pasea, adquiere los víveres diarios, se emociona en sus cines, saluda a los vecinos, practica deportes en los parques, dialoga en los bares, lee en los bancos, se reúne en las plazas, es decir, es, en toda la plenitud de la palabra. Uno crece y logra que la ciudad crezca consigo; es el regalo con el que nuestros lugares premian la fidelidad.

   Nos permiten ser, nos reconocemos en ellas de la misma forma que nuestras ciudades son reconocibles gracias a nosotros. Atenas fue la primera capital de la filosofía gracias a Sócrates Königsberg gozó de un estatus similar en el siglo XVIII porque Kant desplegó allí sus inagotables facultades, Lisboa respira más triste y nocturna desde que Pessoa escribió furtivamente sus saudades en un cuarto anónimo.

   Entender el vínculo entre nosotros y nuestros lugares –vuelvo a una expresión del profesor del Águila–, he ahí la esencia fundamental. Es una misión a contramano en los tiempos de los viajes rápidos y baratos, de los traslados obligados por trabajo, de los desplazados por conflictos, del Erasmus, de las estancias en el extranjero, de la obligación de aprender otros idiomas, de la agitación perpetua. ¡Qué extrañas suenan hoy las líneas de Kafka que nos invitaban a no movernos, a no salir siquiera de nuestras casas, para descubrir cómo el universo se despliega extático ante nosotros!
   
   Hay un hecho ineludible, y es que el vínculo sobreviene la mayoría de las veces por sorpresa y en un lugar que no es el que nos ha visto llegar al mundo. En efecto, la pertenencia y la permanencia no siempre nos vienen dadas y hemos de ir en su búsqueda. Es el caso del trotamundos del que hablaba Goethe, un hombre que viajó fructíferamente por Europa. Walt Whitman decía al respecto que el universo predisponía todo con el fin de llevarnos hacia un solo lugar: nosotros mismos. Todos nos buscamos; afortunados quienes logran encontrarse, sea donde sea.

   Ahora solamente he intentado dar valor a dos palabras fuera del lenguaje habitual: ser de y estar siempre en el mismo sitio