"A la dulce luz del amor, reconocí o creí deber reconocer, que quizá el hombre interior sea el único que en verdad existe." Robert Walser

lunes, 30 de mayo de 2016

Crónica de mayo*


"Hallarme tan cercano tantas veces
de los ojos, los labios amorosos,
de aquel cuerpo de ensueño tan querido,
Hallarme tan cercano tantas veces".

               Constantino Kavafis

I

El espectador es un ser en guerra. El primer frente en el que lucha es la realidad, lejana y odiosamente inaprensible; el segundo es el espectador mismo, consciente de su incapacidad para ser parte de ella. La sensación de ridículo del espectador al intentar incidir en la realidad llega con el tiempo, al principio solo existen gestos torpes e inseguros, indicios de una identidad por revelarse. Un día el espectador reconoce su dolencia y entra en conflicto. En la vida, al contrario que en los espectáculos, los actores son abrumadora mayoría, de forma que el primer síntoma del espectador es la soledad. Después vendrán el lamento, la introspección, el silencio y una resignación que no evita su tensión incesante. El espectador responde con distancia y pesadumbre a las eventuales tentaciones de la realidad. Habita en la frontera entre el fuero interno, el único lugar en el que logra sentirse realmente partícipe, y la vida sensible, el escenario. Por ello es además un ser que finge, igual que haría un intérprete, ya que está obligado a intervenir. El espectador acepta el envite y actúa, ensaya los gestos y las palabras que fue viendo en los demás. Los gestos. Y las palabras.

   -Gracias, buenos días– dije al conductor, en vista de que era el último pasajero. 

   El autobús paró en la plaza principal y las farolas se apagaron al unísono. El sol despuntaba desde hacía rato, pero aún era temprano y las calles apenas ofrecían sensación de actividad. Principiaba el penúltimo día de mayo, San Fernando, y yo había llegado en uno de los primeros viajes de la mañana. Después de un tiempo viviendo fuera pensé que regresar hoy podía ser reconciliador: “La vida debe vivirla uno lejos de su tierra”, decía Pavese. Sabias palabras, ahora todo resultaba nuevo.

  Crucé la plaza hasta llegar al centro, donde se encontraba la estatua del rey Fernando VI. Había perdido la mano derecha, pero lucía apuesto con un bonito pañuelo rojo al cuello.  
   
   La primavera estaba madura y hacía el frescor agradable propio de las primeras horas del día. No había traído ropa de abrigo, de forma que enfilé la Calle de la Libertad y entré en un bar que solía frecuentar de joven; en él servían un vino barato y aceptable. Llevaba conmigo El rumor de la montaña, de Yasunari Kawabata, y simulé leer. 

   Vi llegar al que parecía ser el dueño, que venía cargado con bolsas de pan recién hecho y la prensa del día. Posiblemente fuera uno de los camareros que ya atendían años atrás, pero no estaba seguro. El lugar apenas había cambiado: seguía conservando el nombre y la decoración, que emulaba una posada asturiana. Recordaba que entonces la comida era excelente, así que pedí un desayuno: pan con aceite e infusión. 

  Las horas fueron pasando y, sin reparar en ello, habíamos rebasado la línea invisible y crucial que en la mañana separa la inactividad del frenesí total. En unos instantes el bar se había abarrotado de ancianos y jóvenes. Reparé en los primeros: gracias a ellos el pueblo podía seguir llamándose así, pueblo. Un grupo de unos siete u ocho fue a tomar asiento al lado de mi mesa y uno de ellos limpió la silla con la gorra antes de sentarse, gesto que ilustraba el trecho entre las dos generaciones. 

   El ambiente revelaba una animación creciente. Los ancianos jugaban a las cartas y los jóvenes charlaban jubilosos, probablemente de los chicos y de las chicas con los que deseaban encontrarse por la noche en la verbena. Yo, que no sabría decir bien qué edad me sentía con mayor proximidad, gozaba viéndolos dichosos, de la misma manera que disfruta un abuelo viendo jugar a un nieto con el césped. 

   Al salir del bar, la vida era otra. Con la luz del mediodía vi los adornos que colgaban de las calles, las guirnaldas que unían los tejados de punta a punta, el colorido de las terrazas llenas. Era la viva expresión de un soleado viernes de primavera.   

II

Después de la comida di un breve paseo; buscaba un lugar retirado en el que leer.  

   Habían derribado el cine viejo, una novedad inesperada que era forzoso encajar con disgusto. La ausencia es, si nadie lo evita, el paso previo al olvido; los nuevos y los visitantes no sabrían que allí hubo un cine. Resultaba profundamente doloroso. 

   Llegué a un banco próximo a la avenida que servía de límite con el municipio de al lado. De niño había jugado sin descanso en los parques del barrio y bastaron unos minutos para notar que el ángel de entonces había desaparecido. Todo contrastaba con el vacío, al borde de lo grosero, que presentaba ahora.  

   El enorme árbol que coronaba el lugar permanecía, sin embargo, intacto. Era una olma grandiosa y venerable que, desde su atalaya, había presenciado los primeros años de mi generación. Ahora prosperaba radiante, majestuosa y estallada en un verde propio de finales de mayo. Producía vértigo pensar en el tiempo que un árbol sigue impertérrito fuera de nuestra vista: paseamos, reparamos en ellos –o no– y los dejamos atrás, pero los árboles continúan. La olma había seguido allí, por fortuna. 

   El aire era distinto al de la mañana; reinaba una tranquilidad monacal. El día 30 iba a darse un respiro, ya que todos los que habían salido la noche anterior precisaban reponer fuerzas. De fondo podía escucharse la infatigable música de charanga de las peñas, que vivían para los días de Fiestas. Siempre había extrañado la presencia de una banda patronal que llevara las celebraciones a ritmo de pasodobles.

   Una muchacha leía otro libro en un banco próximo: La educación sentimental, de Flaubert. No levantaba la vista de las páginas, que pasaba lenta y escrupulosamente. Era una figura ausente, desprendía un sosiego ceremonial. En un instante la sorprendí mirándome a los ojos, luego enfocó sobre el ejemplar de El rumor de la montaña que sostenía entre las manos y volvió nuevamente a mí antes de regresar a su lectura. Solo los lectores muestran interés por los libros de los demás; solo el espectador observa al que mira: yo la miraba a ella, que a su vez me había mirado a mí. La joven resaltaba entre el resto de personas que había visto en la mañana. Probablemente disfrutara del mejor momento del día, resultaba difícil imaginarla con los jóvenes que planeaban una noche agitada y frenética en el bar. Por alguna razón inexplicable, fruto de una súbita inspiración, supe que la muchacha no florecía en primavera, sino en otoño. 

   Regresé a Kawabata. Era un escritor excelso. Redactaba con naturalidad y perfección, siempre atento a lo extraordinario: un gesto, un paisaje, una palabra. Dicen que fue un solitario y que puso fin a su vida voluntariamente. Estoy seguro de que escribía de noche, bello y triste, igual que la joven del banco de enfrente. 

   Un viento ligero soplaba de forma intermitente. Yo aprovechaba para alzar la vista y fijar la mirada en un punto inexacto de mi flanco izquierdo, una excusa para volver a mirar con sutileza a la chica, que seguía desprendiendo una solitud admirable e impropia. Era joven, no debía llegar a la veintena; el cabello, en forma de uve, caía moreno y liso sobre su rostro. Leía a Flaubert con calma, a punto de confundirse con el entorno. Fuera lo que fuera que buscaba en el escritor francés, sabía que era valioso. Yo ya había besado mentalmente sus manos, blancas y pequeñas.

   La temperatura había ido bajando con el paso de la tarde y los primeros padres llegaban al parque con sus hijos, generando un murmullo que despuntaba entre la quietud. Antes había sido imprudente e injusto: no era un lugar tétrico y abandonado a su suerte, solamente era la hora de la siesta. Con todo, faltábamos mi niñez y yo, mis abuelos y mis padres, no podía pensar sino en ellos. La nostalgia nos recuerda que fuimos felices y para ello precisa mentir, porque nos dice que solo fuimos felices. Incluso si los hechos reales del pasado fueron amargos y dañinos, todo queda amainado por una pátina de gratitud y perdón. Nosotros, al fin, ya no estamos allí.

   Estaba ensimismado y miraba sin ver a un anciano llegar con una niña, que sería su nieta, enarbolando ufano un algodón de azúcar. Llegaban de la feria, ya abierta. El abuelo jugaba con la criatura a esconderle el dulce y ella reía a mandíbula batiente. 

   A mi lado, la muchacha se levantaba, lista para irse. Con el sosiego habitual descruzó las piernas, colocó cuidadosa el marcador entre las páginas y se incorporó. Antes de irse volvió a mirar mi libro, que ahora descansaba cerrado sobre la madera. Lo observó anhelante, quizá tentada por su hermosa portada, con la geisha protegiéndose de la nieve. Era su forma de decir adiós. El asiento quedó virgen, no vacío. 

   Solamente deseaba haber fallado en mi impresión y volver a verla por la noche. 

   Estuve mirando fijamente a la olma: ora sus raíces firmes, ora su tronco robusto, ora su nutrida copa. Ella seguía allí; era una Penélope obstinada y fiel. Sin poder evitar una incómoda sensación de extranjería, nuestro árbol procuraba una cálida sensación de pertenencia. Creí escuchar su voz, igual que Ogata Shingo, el veterano protagonista de la novela, oía el rumor de la montaña.  

III

Había llegado l’heure bleue, un intervalo en el que, durante unos minutos, al caer la tarde, todo se revestía de hermosos tonos azules, más o menos claros según el punto desde el que alumbrara el sol. Ahora las gentes volvían a la calle, renovadas por el ánimo ambiguo que dispone el crepúsculo de los meses cálidos.

   En mayo el buen tiempo ya no es una novedad, pero la hora azul lograba recuperar la sorpresa de marzo, cuando un día, felizmente y sin aviso previo, la primavera recoge el testigo del invierno. Los niños salen con sus padres, solteros y jóvenes con sus amigos y los ancianos pasean juntos antes de terminar arrellanados en las butacas a las puertas de sus casas. Es un espectáculo familiar, omnipresente y nuestro. 

   Un adolescente salía engalanado de su portal. Una madre permitía ganar una carrera a su hijo, que estaba aprendiendo a montar en bicicleta. Un hombre bajaba del autobús desanudando con premura la corbata, presto a llegar a la ducha. Dos abuelos hablaban en la mesa de una plaza, con los naipes aún esparcidos sobre el tapete. Los últimos chavales jugaban con un balón entre los columpios antes de subir a cenar. El obstinado estudiante de Bachillerato cerraba la biblioteca municipal preguntándose si salir luego o si era preferible reservar fuerzas para los exámenes. 

   Faltaban unas horas para los fuegos artificiales, cuando el pueblo iría a reunirse en torno a ellos; era un espíritu de unión que únicamente volvería a repetirse en enero, con la cabalgata de Navidad. Diera la impresión de que los meses previos llevaran forzosamente hasta hoy, día en que la ciudad celebra a las puertas de junio su presencia. En unas semanas finalizaría el curso y el lugar iría vaciándose. Las familias huirían del calor y la rutina en busca de descanso y lejanía antes de volver en septiembre; la entrada del otoño en San Fernando no venía anunciada por la caída de la hoja, sino por su regreso. Sin embargo, septiembre aún quedaba lejos. En el cielo una luna redonda y tímida venía a anunciarnos que la oscuridad llegaba.

   Al ir a dar las doce fui a la fábrica de paños, donde centenares de personas aguardaban la hora en punto. El castillo de ruido y colores que iba a iluminar el cielo no revestía un ápice de interés al lado de la unión de los vecinos, posiblemente exagerada –si no figurada– por mi parte. La dicha de saber que durante unos instantes el pueblo iba a estar presente y animado resultaba, justo es decirlo, irresistible.

   Permanecí con ellos el tiempo preciso para comprobar que todo seguía según recordaba; no esperé siquiera al final del espectáculo. Bajé al parque y allí el paisaje era idéntico al de antaño: a un lado, los puestos del mercado ambulante que todos los mayos ocupaba la misma cuesta; al otro, una enorme extensión de césped en la que los jóvenes cumplían con lo que habían predispuesto por la mañana. Con suerte, pensé, algunos ya habrían encontrado a la persona que pensaban. Afortunados.

   De pronto entendí que la muchacha del banco no estaría allí; no era su lugar. Entonces fui víctima de una tristeza que, amable lector, debo evitar explicar por pudor y porque a buen seguro sería incapaz de dar con las palabras justas. Qué blancas y pequeñas eran sus manos, qué reparadora su calma

    Huí del parque. Nada había cambiado. 

   Subí por la calle por la que había bajado, que resultaba familiar, ya que era en la que años atrás vivían mis abuelos, los padres de mi padre. En la noche, para mí, era un espacio intermedio entre el la celebración y el retiro. 

   Llegué a la plaza principal, exactamente al mismo punto en el que unas horas antes había bajado del autobús. Era extraño, no había nadie. Volví a cruzar la plaza hasta llegar de nuevo a las barbas del Santo. Pensé que era una lástima que no lograra girarse, siquiera furtiva y excepcionalmente, para presenciar el amanecer dentro de unas horas. Ver pasar a los lugareños todos los días, no obstante, era un precio que pagaría gustoso. Él miraba y observaba a los que miraban.  

   La noche era cálida, íntima y sin estrellas; pasear era gozoso. Enfilé de nuevo la Calle de la Libertad, ya hermosamente iluminada y solitaria. A la altura de la biblioteca di media vuelta y descubrí que un pasillo de farolas alumbraban en ámbar a la estatua. Seguía ajena al regocijo que despertaba su día. Fantaseaba imaginando que, a la mañana siguiente, la joven del banco sería una de las personas que pasearían por allí, libre de los pesares propios de varias noches de frenesí. El Santo sería afortunado e infeliz al mismo tiempo, igual que yo.

   Ambos nos hallábamos tan cercanos tantas veces.      

*Con motivo de la festividad de San Fernando, 30 de mayo, publico 
un relato que escribí en 2015 y que transcurre, justamente, un día como hoy.