“Lo que
olvide uno, todo eso sabrá”
Chicho Sánchez
Ferlosio
Se ha hablado ocasionalmente de Friedrich
Nietzsche a lo largo del curso, especialmente para decir de él que era un
filósofo carente de una formación extensa, lo cual no le impedía ser poseedor
de una sensibilidad fuera de lo común. Tal era su capacidad sensitiva que la
rumorología lleva un siglo haciendo circular una anécdota –quién sabe si fue
cierta– narrando un suceso que tuvo lugar durante la estancia de Nietzsche en
Italia. Cuentan que una mañana de enero de 1889, mientras paseaba por las
calles de Turín, un cochero azotó brutalmente a su caballo. Cuando el jamelgo expulsaba
espuma por la boca a causa de los golpes recibidos, el filósofo alemán se
abrazó desconsolado a su cuello, cayendo mentalmente enfermo para no
recuperarse jamás. Con el tiempo, el abrazo de Nietzsche se convirtió en un
recurso artístico: por ejemplo, Milan Kundera, reconocido escritor checo,
rescató este acontecimiento en su obra de mayor éxito, La insoportable levedad del ser; mientras que el director húngaro
Bela Tarr se valió del mismo suceso para arrancar su última película, a la que precisamente
tituló El caballo de Turín.
Hoy soy yo quien recuerda aquella
vieja historia para mostrar que la sensibilidad de Nietzsche no acaba en unos
pocos comentarios de incontrastable veracidad. Su obra La
genealogía de la moral arranca con ocho palabras que constituyen, al mismo
tiempo, un ejercicio de humildad y la demostración del genio propio de quien un
día se atrevió a matar a Dios[1]:
“Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros.”[2]
Es interesante ver a un pensador de
semejante categoría sospechando[3] que tras lo evidente puede existir un
mundo incontrolado, ajeno a nuestro conocimiento, que nos convierte en objetos
de conocimiento parcialmente ignorados para nosotros mismos y, por tanto, para
cualquier otro ser humano.
Veinte años antes, cientos de
kilómetros al Este, escribía otro pensador de las sensaciones humanas muy
admirado por Nietzsche, un novelista ruso llamado Fiodor Dostoievski. En el
prólogo de una de las ediciones de Crimen
y castigo, Vladimir Nabokov, conocido autor de la exitosa Lolita, analiza la estructura
psicológica de algunos personajes de la obra de su insigne compatriota, revelando
que varios de ellos sufrían lo que se ha dado a conocer como histeria. Rápidamente Nabokov se aviene
a desmentir “por completo la idea,
propuesta por algunos críticos, de que Dostoievski se hubiera anticipado a Freud y Jung”[4];
ya que la coincidencia terminológica parece provenir de un médico alemán
llamado C. G. Carus –al que Dostoievski había leído con anterioridad–, quien
en ningún caso se había adelantado al psicoanálisis[5].
Sin embargo, lo importante no es si
el autor de Los hermanos Karamazov se
aproximó a la terapia médica ideada décadas más tarde por Freud, o si
posteriormente lo hizo Nietzsche; lo verdaderamente relevante es que hubo personas
capaces de reconocer[6]
un territorio desconocido e inexplorado que formaba parte de nosotros mismos,
cuya existencia fue apuntada por Moisés Maimónides a comienzos del segundo
milenio y apuntalada firmemente por el áureo
Sigmund[7]
ocho siglos más tarde.
El psicoanálisis planteaba que la
conducta humana es consciente y no
consciente: cada uno de nosotros está integrado simultáneamente por fenómenos
de los dos ámbitos, de modo que nuestra vida se ve condicionada por ambas
esferas de la realidad. El psicoanálisis se planteó el reto de llegar a
comprender y controlar cuáles eran esas manifestaciones no conscientes que determinaban
el comportamiento con el fin de sanar al paciente. Freud y sus discípulos descubrieron
que determinadas irregularidades mentales estaban directamente relacionadas con
traumas arraigados en la infancia y se habían reproducido en forma de patología
durante la edad adulta; sin embargo, y reconociendo la grandiosidad que suponía
este avance para la salud psíquica, poco importa para nuestro cometido la
aplicación médica de este hallazgo. Lo valioso fue confirmar que otro maestro
de la sospecha había logrado continuar avanzando en el descubrimiento de la dualidad
de la consciencia humana: el mismo Freud hubiera suscrito la frase inicial de La genealogía de la moral.
El provecho que la Ciencia Política extrae del
trabajo del genio vienés ha sido el de haber avanzado un paso más en la
confirmación de la existencia del mundo interno como “elemento del gobierno de las personas”[8],
tal y como indicábamos anteriormente. Ocurría que semejante construcción resultaba
del todo incompatible con el principio de identidad aristotélico, incapaz de
abarcar una premisa que chocaba con la lógica que había regido buena parte del
pensamiento occidental desde la Antigua
Grecia. La tradición clásica de aquel país mediterráneo
–especialmente gracias al pensamiento del filósofo de Estagira– había
construido un sistema de pensamiento y obra donde la contingencia se encontraba
en progresiva negación. Y la influencia posterior de esta idea no ha hecho más
que reproducir y ahondar en sus preceptos. Hegel, que escribió dos mil
trescientos años después que Aristóteles, se encontraba imbuido de dicha
concepción cuando afirmó muy ilustrativamente: “La consideración filosófica no tiene otro designio que eliminar lo
contingente.”[9] Las
pretensiones de omnipotencia del ser humano de las que hace gala Hegel fueron y
seguirán siendo una manifestación de la soberbia humana mucho antes y mucho
tiempo después de que el filósofo alemán cimentara buena parte del pensamiento
occidental contemporáneo.
A fuerza no solo de permanecer,
sino también de ir consolidándose en el imaginario colectivo, la influencia
helena ha pasado a convertirse en un elemento cada vez más evidente de la mentalidad
occidental. Este fenómeno está muy ligado al triunfo de la omnipotencia que nos
ha legado la tradición clásica griega, pues en su mitología los seres humanos
compartían el espacio con los dioses y con los semidioses, impregnando de
omnipotencia la vida terrena[10].
El catedrático de Ciencia Política, Javier Roiz, ha sido uno de los pocos en advertir
esta insidiosa presencia del estigma grecolatino:
“La supresión de la contingencia viene a significar la negación del
mundo interno y de la fantasía humana, una cancelación buscada porque sobre
ellos no hay control del yo; y se persigue con ahínco como forma de mantener el
gobierno de la vida de cada uno.”[11]
Es evidente que adivinar esta
presencia supone un ejercicio de perspectiva complicado. Un profesor de la Universidad de
Santiago, Juan A. Hernández Les, recurre a un concepto de Saul Symonds para ilustrar
la dificultad que implica diseccionar la realidad analizando las complicaciones
que a su vez plantea entender en profundidad el cine de Michael Haneke. Las
películas del director alemán muestran la vida cotidiana, una rutina donde nada
nos resulta aparentemente extraño y que sin embargo se encuentra cargada de
violencia y autoritarismo social. Esta cotidianeidad en nuestro caso está
impregnada por los mismos elementos que observa Haneke, pero con el añadido que
supone la negación de la contingencia. A este juego de apariencia y oscuridad[12]
que dificulta la comprensión de la realidad Hernández Les lo denomina,
“Claridad de visión y opacidad de significado, es decir que la
explicación de ciertos acontecimientos de la vida diaria genera,
paradójicamente, la dificultad de entender lo que éstos realmente significan.”[13]
Pero si mostrar este nivel de
lucidez para ver los condicionantes diarios
supone un arduo trabajo, todavía lo es más romper la cuadratura aristotélica,
arraigada a niveles casi genéticos en la sociedad contemporánea. Freud, por
ejemplo, abandonó sus raíces griegas[14]
cuando decidió tratar a sus pacientes rompiendo el contacto visual. La vista,
que había sido el sentido preponderante para la tradición griega, daba de esta
manera paso al oído, protagonista en el acervo judío: Sigmund Freud; como
Édipo, James Joyce o Miguel de Cervantes; consiguió salir así “del laberinto de la vigilancia”[15].
La evolución de Freud, una aspiración de cuantos hemos tomado consciencia de
nuestra celda aristotélica, está bellamente sintetizado por el grupo vasco Zea
Mays, cuando en su canción Neguan Joan DaTa afirman: “Al igual que los recién nacidos, ahora tengo la necesidad de los
latidos para ver con los oídos lo que mis ojos no escuchan.”[16]
Freud quiso ver con los oídos.
Y es que la negación progresiva
de la contingencia ha ido aparejada a la discriminación sufrida por el oído, y
con él cada una de las realidades que no son sensibles a la vista: el ensueño,
las emociones, el reposo, la infancia, la noche, la inspiración, la
espiritualidad, el talento, la retórica, la feminidad, la oscuridad… la
letargia, al fin, al referirse “a esa
parte de nosotros en la que (…) el poder
ejecutivo de nuestra identidad no está al cargo del gobierno de nuestra vida”[17],
se encuentra excluida de nuestra sociedad. A juicio de la mentalidad dominante,
en ella no es apto para la existencia aquello que pueda parecer contingente;
por tanto, la letargia, mostrándose fuera del control humano, queda
automáticamente relegada. Hay un mundo en la sociedad vigilante que no es, y al no ser se niegan “componentes
de nuestra identidad profundos y sabios.”[18]
Incluso el silencio está apartado de la realidad vigilante. Peor aún: se
prefiere el ruido al silencio. Mario Benedetti, figura clave de las letras
hispanoamericanas del siglo XX, sintetiza de forma elocuente el triunfo del
bullicio, incluso de noche:
“Ahora
en esta noche
el silencio no
existe
está sellado
por el escándalo
del mundo”[19]
Esto significa que existe una
realidad, no tan profunda ni sabia, que sí ha tenido éxito: triunfan el ruido, la
prisa, el abismo, la superficialidad, lo tangible, la incomunicación, el imperativo,
la omnipotencia, el día, la vigilia y el espabile. El panorama es aterrador, más
si cabe cuando consideramos la forma en que el mundo interno ha sido perseguido
y arrinconado: la familia, la amistad, el amor y el trabajo se han convertido
en centros de espionaje diarios, que por ser cercanos tanto más peligrosos
resultan (de nuevo aparece la claridad de
visión, opacidad de significado). Zygmunt Bauman define, desde su particular
teoría líquida de la
Modernidad , el origen de esta vigilancia perpetua en nuestros
ámbitos más íntimos y cotidianos:
“Los individuos, consumidos y exhaustos por la seguidilla de
interminables y nunca concluyentes exámenes de aptitud, y aterrorizados hasta
el tuétano por la misteriosa e inexplicable precariedad de su suerte y la
niebla global que se cierne sobre su futuro, buscan desesperadamente a quien
culpar de sus padecimientos y sus tribulaciones.”[20]
Según Bauman, por tanto, los
seres humanos han adoptado una postura vigilante con la que proyectan (término freudiano) el
descontento que les produce la actitud vigilante de sus semejantes. La
reproducción de este comportamiento parece ser además una constante en el mundo
actual: repetir determinados patrones es una circunstancia inevitable, pero
poco hemos reflexionado sobre cuál es el transfondo de aquello que estamos
perpetuando. En el hogar infinidad de padres persiguen a sus hijos, mientras un
número cada vez mayor de hijos persiguen a sus padres[21];
los amigos se exigen mutuamente hasta convertir su relación en una prueba meritocrática
incesante; el amor hoy se basa más en la posesión del otro y en la adoración
del ídolo que en el propio amor,
entendido como el sentimiento que no aspira a la clausura sino a la libertad
del cónyuge; mientras que en el trabajo uno no puede, de ninguna manera, “dormirse
en los laureles”[22]. Es
ésta expresión la que, en síntesis, define a la actitud vigilante presente en las
relaciones sociales, relaciones que tienen lugar en los cuatro ámbitos citados
pero que podrían extenderse a varios más, empezando por el sistema educativo o la
sanidad. En cada uno de ellos la omnipotencia se hace presente, se trata de un
fenómeno que aumenta su peligrosidad porque pasa desapercibido: “la conversión de las personas en espías.”[23]
Nuestro self queda a un lado desde el
momento en que nos insertamos en cada uno de estos campos, de tal modo que a
través de la repetición descontrolada de estos comportamientos perpetuamos una
renuncia –probablemente inconsciente, pero no por ello inocente– al mundo
interno. A no ser que nos empeñemos en evitarlo.
Es gracias a este empeño que cabe
hacerse una pregunta, advertida por el profesor Roiz, que será la clave en
nuestro estudio del gobierno del ciudadano: “Si el yo no abarca toda mi identidad, y si además no posee su control (…)
¿cómo vamos a gobernar nuestras ciudades
si ni siquiera sabemos quién gobierna nuestro self?”[24] En
otras palabras: si no soy capaz de abarcar voluntariamente una parte de mi,
teniendo en cuenta que en un gran número de casos ni siquiera soy consciente de
que exista, y que aun en el caso de serlo cuento con la imposibilidad de
controlarla, ¿cómo puedo anular mi vigilancia y ayudar al resto a que conozcan
y eliminen la suya?
Hoy nos sorprende la
proliferación de circuitos de grabación continua en establecimientos y
conurbaciones; los sociólogos de los medios de comunicación aplauden
horrorizados el acierto profético de George Orwell y 1984 mientras ignoran que estos fenómenos son la representación de
la vigilancia a una escala diferente de la que ponemos en práctica a diario a
un nivel micro, personal, individual.
Sabíamos que las cámaras eran espías pero no sabíamos también que lo éramos
nosotros, aunque ambos contemos con la misma justificación: curiosamente si
graba la lente y vigila el ser humano es “por nuestro bien”. Curiosamente, esta
mentalidad de “observación y control”[25]
se conjuga con el “análisis de opciones y
cálculo de utilidades marginales [y con] la acción inmediata como modelo de eficiencia y prosperidad”[26]
para terminar de confeccionar el gobierno que ejercemos sobre nosotros mismos y
que proyectamos en los demás. Digo curiosamente
porque aquí volvemos a encontrarnos con la fobia de la contingencia, ¿qué
son las cámaras y la vigilancia sino “controles
muy férreos para evitar sorpresas”[27]?
Estos factores han determinado
que la nuestra, como la de la
Antigua Grecia , sea una sociedad donde “las relaciones entre hombres son siempre de competencia (…) relaciones belicosas en las que no pueden
existir la receptividad sino el doma y el sometimiento”[28],
comportamiento que “se camufla como
inmolación, sacrificio, amor sublimado, independencia o voluntad de cumplir con
las obligaciones contraídas”[29],
de tal manera que es así como “emerge el
dolor perenne y masivo que genera ansiedad y, finalmente, depresión ante una
vida fútil y sin sentido.”[30]
De esta manera, si no se remedia antes, el fin de la vida será esencialmente trágico.
Pero me detengo un momento para hablar de dos casos donde el final no es
trágico, a pesar de encontrarse muy cerca del abismo.
El primero de ellos es el de
Travis Bickle, un veterano de la
Guerra de Vietnam metido a taxista en Nueva York que, como
Nietzsche cuando se aferró al caballo, por entonces ya se encontraba “alejado de la gente”[31].
Travis nació en la imaginación de Paul Schrader, tiene la apariencia de un
joven Robert De Niro y es el protagonista de Taxi Driver, una película que Martin Scorsese dirigió en 1976.
Travis es un hombre sano y atlético, aparentemente pasaría desapercibido, pero no
puede dormir y busca un trabajo que ocupe sus horas veladas. Su historia a
partir de entonces es la de la soledad, el aislamiento de un hombre que no ha
podido reinsertarse tras haber experimentado la masacre de una guerra, como
todas, injusta. Es una pieza incorrecta en el puzzle neoyorquino: rechazado por
la mujer que ama, desentendido de la vida pública y pobremente integrado en su
nuevo oficio comienza a desarrollar una suerte de locura que lo llevan a
trabajarse un cuerpo “no (…) para vivir en él”[32]
sino para destruirlo.
La segunda historia es la de Kanji
Watanabe, un funcionario japonés con más de treinta años de trabajo registrado
en sus manos. Watanabe descubre un día que tiene cáncer de estómago y apenas le
quedan seis meses de vida. En este caso su cuerpo se va a destruir solo, pero a
él lo que comienza a dolerle es el espíritu. Es consciente de que en las
últimas tres décadas su única tarea ha sido colocar sellos y desviar las tareas
que le llegaban a diario para que otros compañeros se encargaran de ellas, si
la paciencia de los ciudadanos no se había agotado antes. El cáncer le dio la
vida, pues desde ese momento Watanabe descubre que la Jaula de hierro, aquella sobreracionalización
de la vida humana aparejada a la
Modernidad de la que hablara Max Weber, se había encarnado en
su persona, rebelándose contra ella. Kanji Watanabe es el protagonista de Ikiru, que en castellano se tradujo como
¡Vivir!, una película que el gran
director japonés Akira Kurosawa rodó en 1952 después de flirtear con el
suicido.
Travis Bickle sobrevive en La Gran Manzana después de
asesinar a varias personas –muchas menos de las que él hubiera deseado en su
sociópata viaje hacia la locura, el gran miedo del ser humano vigilante– y de
haber intentado acabar también con su vida; Watanabe muere consumido por la
enfermedad no sin antes dar rienda suelta a las terribles ganas de construir
que había aletargado durante la mitad de su existencia. A ambos la vida les da
una segunda oportunidad, por eso su final, lejos de ser trágico, alberga
esperanza dentro de la dureza contenida en sus respectivas historias: Travis puede
intentar adaptarse de nuevo a su vida en la ciudad, mientras que Watanabe tiene
unos meses para resucitar de su hibernación. Dejando esto a un lado, ¿qué
tienen en común estos dos seres humanos –por otro lado, reflejos de una
realidad tangible– y por qué aparecen aquí?
La respuesta a esta pregunta se
encuentra cuatro párrafos más arriba, en el entrecomillado del profesor Roiz. Ambos
han experimentado las relaciones de
competencia, uno en la guerra y el segundo en el entramado burocrático
japonés, para experimentar más tarde el
doma y el sometimiento ante el aplomo de la cotidianeidad; los dos tratan
de ocultarse bajo la voluntad de cumplir
con las obligaciones contraídas, pues Travis no tiene mayor voluntad que la
de trabajar más y más con el fin de llenar las horas que debería ocupar su
descanso –encubriendo una negación del sueño y una consecuente apuesta por la
vigilia– mientras Watanabe es un dócil autómata dentro de su departamento; y,
finalmente, tanto en uno como en otro, fruto de sus relaciones adulteradas con
el mundo, se han desarrollado un dolor
perenne y masivo que ha desembocado en la depresión ante una vida sin sentido. Sus casos son la historia de
la sociedad vigilante llevada a su paroxismo, alcanzando las que podrían ser
sus últimas consecuencias, después de todo Travis Bickle y Kanji Watanabe
experimentan la “sensación extrema de
soledad (…) incluso cuando están
rodeado de amigos”[33],
siendo dos fieles representantes de esta “sociedad
deprimentemente activa”[34].
Por suerte para ellos, como señalábamos más arriba, el ingenio de sus
guionistas les tenía reservada otra oportunidad.
Sin embargo, en la realidad no
existen los verdaderos segundos intentos, la existencia humana no es un lienzo
donde podamos mejorar un mal ensayo de una vida anterior. Lo decían Charles
Chaplin, Milan Kundera y Friedrich Nietzsche; y lo corroboró Pier Paolo
Pasolini, un artista italiano, cuando afirmó: “sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.”[35]
Por semejante motivo, y porque “la
democracia solo resulta posible cuando se acepta una identidad múltiple o
fraccionada, un self integrado por ciertas piezas internas a él que, aunque son
susceptibles de posesión, no de control”[36];
se antojan necesarias “una vida más
amplia, una inteligencia más capaz y diferente y el respeto hacia las nuevas
cualidades del conocimiento.”[37]
Así pues, es momento de ponerse en marcha. El ser humano no puede continuar
ignorando una realidad que habita dentro de sí mientras reproduce esta negación;
no, al menos, si quiere vivir en libertad y respeto con sus semejantes.
Por ello se hace inevitable
descubrir el mundo interno, el propio y el ajeno, no para conquistarlo, sino
para tomar conciencia de su existencia; esa existencia que la sociedad
vigilante niega y que ocultó a Travis Bickle y a Kanji Watanabe, esa presencia
que Bauman denominaría líquida y que
Freud, Maimónides y Cervantes advirtieron a pesar de no haberse conocido. Es
hora de ampliar miras y de completar la realidad, una realidad que a fuerza de
ser hueca y de reconocer solo lo tangible se ha quedado vacía.
Una vez un hombre destacó por
encima de sus coetáneos por su extraordinaria sensibilidad, y hace más de un
siglo supo darse cuenta de que el ser humano iba a aferrarse por mucho tiempo a
este vacío. ¿Adivinan? Así, con este presagio, se cierra un libro llamado La genealogía de la moral:
“Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere
querer la nada a no querer…”[38]
Daniel Fernández López
[1] En referencia a la célebre frase pronunciada por el personaje
principal de su obra Así habló Zaratustra:
“Dios ha muerto”.
[2] NIETZSCHE, Friedrich: La genealogía de la moral (traducción de
Andrés Sánchez Pascual); España, Alianza Editorial (tercera edición); 2011; p.
25.
[3] En alusión al nombre con el que
Paul Ricoeur bautizó a Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud: “los
autores de la sospecha”.
[4] NABOKOV, Vladimir; “Fiodor
Dostoievski (1821-1881)”; en DOSTOIEVSKI, Fiodor: Crimen y castigo (traducción de Augusto Vidal); Madrid; Editorial
Gredos; 2011; p. 25.
[5] El azar ha querido que se
produzca aquí una circunstancia curiosa: Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, una de las obras
cumbres de Dostoievski, se visualiza en un sueño en el que, siendo niño, se
abraza al cadáver de un caballo que acaba de ser asesinado de forma brutal y
despiadada por su cochero; una escena muy parecida a la protagonizada por
Nietzsche.
[6] E incluso escribir sobre las
patologías que pueden derivar de su desconocimiento, como hace Dostoievski en sus diferentes trabajos a través de Lisa
Jojlákov (Los hermanos Karamazov),
Lisa Tuschin (Los demonios), Natasia
(El idiota) y Katerina (Crimen y castigo); mujeres que bien
presentan un cuadro de histeria o padecen de los nervios.
[7] Así se refería, de forma
cariñosa, la progenitora de Sigmund Freud hacia su hijo.
[8] ROIZ, Javier: “Más allá de la
retórica”; p. 15.
[9] HEGEL, G. W. F: Lecciones sobre la Filosofía de la Historia ; Madrid;
Alianza; 1980; p. 43.
[10] Todo lo contrario ocurre en la
tradición judía, donde la omnipotencia queda reservada y concentrada en Yahvé,
de modo que los seres humanos serían ajenos a los poderes sobrenaturales
propios de la divinidad.
[11] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit; p. 6.
[12] Este fenómeno, el de la opacidad, me recuerda a los Haikus. Esos
pequeños poemas de origen nipón transmiten en diecisiete sílabas realidades
tremendamente simples en apariencia; y, sin embargo, no todos tenemos la mirada
lo suficientemente lúcida para extraer de ellos su profunda sabiduría.
[13] HENÁNDEZ LES, Juan A: Michael Haneke: la disparidad de lo trágico;
Madrid; Ediciones JC; 2009; p. 81.
[14] Por otro lado, muy presentes en
él, como se pone de manifiesto cuando declara en un intercambio epistolar que
su intención es llegar hasta el fondo de la mente de su paciente, haciendo gala
de una actitud ciertamente vigilante.
[15] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;
p. 16.
[16] En la versión original en
euskera: “Jaio berrien antzera taupaden beharra dut orain, belarriekin ikusteko
nire begiek entzuten ez dutena.”
[17] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;
p. 18.
[18] Ibídem.
[19] BENEDETTI, Mario: Yesterday y mañana; Madrid; Visor
Libros; 1988; p. 34.
[20] BAUMAN, Zygmunt: Amor líquido; Madrid; Fondo de Cultura
Económica; 2011; p. 155.
[21] Uno de los grandes ejemplos que
ha dado el arte contemporáneo acerca de este fenómeno ha sido la enfermiza
relación que mantienen los personajes de Annie Girardot (madre) e Isabelle
Huppert (hija) en La pianista (2001),
obra de Michael Haneke, director alemán a quien ya nos hemos referido anteriormente.
[22] Expresión de origen grecolatino
utilizada desde que en el Imperio Romano se coronaban las grandes hazañas
militares con una corona de laurel. Anteriormente, el laurel había formado
parte de la mitología griega cuando la ninfa Dafne (traducido hoy a nuestros
días como ‘Laura’) se convirtiera en laurel para evitar el acoso sentimental
del dios Apolo, que había sido alcanzado por las flechas del amor de Eros.
[23] ROIZ, Javier: “Ofelia y Julieta:
el género en la sociedad vigilante”; p. 25.
[24] Ibídem; p. 25.
[25] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;
p. 28.
[26] Ibídem.
[27] Ibídem; p. 32.
[28] ROIZ, Javier: “Lo griego en la
sociedad de nuestros días”; p. 4.
[29] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;
p. 35.
[30] Ibídem.
[31] KUNDERA, Milan: La insoportable levedad del ser; Barcelona,
Tusquets; 1992; p. 292.
[32] ROIZ, Javier: “Lo griego en…Op. Cit; p. 3.
[33] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit; p. 33.
[34] Ibídem; p. 32.
[35] PASOLINI, Pier Paolo: “Discurso
sobre el plano secuencia, o el cine como semiología de la realidad”; p. 4.
[36] ROIZ, Javier: El gen democrático; Madrid; Trotta;
1996; o. 144.
[37] ROIZ, Javier: “Más allá… Op. Cit;
p. 22.
[38] NIETZSCHE, Friedrich: La genealogía… Op. Cit; p. 233.