I)*
Decía Moisés Maimónides, un olvidado pensador cordobés, que los acontecimientos más
importantes suceden de noche. Sea cierto o no, las horas veladas permiten que
la consciencia se diluya y afloren los sueños; de noche, el movimiento y la
quietud se convierten en conocimiento de uno mismo. Por ello, estas líneas son
redactadas de madrugada, junto al ámbar de las farolas que se cuelan en mi
cuarto, al estilo de aquel Bernardo Soares a quien Fernando Pessoa sentó a
reflexionar cuestiones del adentro, íntimas y, al fin, nocturnas –para escribir
una biografía sin acontecimientos, una vida sin más suceso que el devenir del
pensamiento. El escritor portugués sabía que los del Libro del Desasosiego eran fragmentos universales, pues cada persona posee esa bóveda que le alberga
las divagaciones y que define el abismo entre el yo y el uno mismo.
II)
Nací, me crié y
crecí en una familia de mujeres con la sola preocupación de recibir el cariño
que me profesaban. Quizá en aquel calor de la infancia quedaron plantadas las
semillas que ahora, años más tarde, me impulsan a escribir sobre el papel. Hoy, sin
embargo, recuerdo aquellos tiempos con lúcida vigilia: el ser humano, el único
animal incapaz de dormirse cuando lo pretende, encuentra las mismas dificultades
para ensoñarse a voluntad –al menos el ser humano que les habla. De ahí que el
pasado únicamente acuda en forma de fotograma suelto, de verso libre, imágenes
propias de la vigilia; y que uno deba conformarse con la película del sueño
únicamente cuando, inconscientemente, se olvida de sí. Solo, entonces, surgen los ensueños.
III)
En mi caso, los ensueños se presentan junto a la ventana de un autobús, mientras el sol se pone. Juraría
que me marcho con él tras el horizonte, durante sus doce horas de descanso,
y ahí aparecen ellos. Aún hoy me pregunto qué conexión existe con el cine, la gran fábrica de sueños, si acaso el cristal no será otra pantalla sobre la que veo
transcurrir el movimiento, tan ajeno a mis pensamientos y, sin embargo, tan
nutridos de él. El recorrido no ha variado en los últimos años, se repite
secuencialmente a un extremo y al otro del transporte, y jamás la puntual
fábula de mi mente ha creado dos secuencias iguales. ¿Dónde estoy mientras
hilvano saudades, en el asiento o allí afuera?
Se pregunta el viajero qué guarda el paisaje que lo duerme; se pregunta el paisaje qué intenta el viajero cada día a la misma hora.
Se pregunta el viajero qué guarda el paisaje que lo duerme; se pregunta el paisaje qué intenta el viajero cada día a la misma hora.
IV)
Hoy ha sido
distinto. Frente a mí se ha sentado una pareja de ancianos: ella junto al
cristal y él a su derecha, lindando con el pasillo. Mantuvieron una
conversación calmada, llena de pausas y de comodidad. “La experiencia del
tiempo compartido”, pensaba yo. Unas paradas más tarde, el hombre besó a su
compañera en los labios con firmeza, se despidió cariñoso y bajó del autobús.
Antes de arrancar, la mujer le despidió agitando la mano desde el asiento, al
lado de la ventana, y continuó su viaje –sin saber que ahora los admiraba.
V)
Siempre me
acompaña la sensación de ser un espectador de los sucesos que acontecen; he
asistido incluso a mis sentimientos, mirándolos desde afuera con afán de
comprender qué eran. Y, observando, termino por presenciarme a mí, más paciente
que agente, frente a la realidad, aun en las ocasiones en que me exige
participar. Ando y pienso que ando, hablo y pienso que hablo, escribo y pienso
que escribo –nunca me abandono, fiel público de mi mismo. No es la realidad
lugar para espectadores, se requieren intérpretes que encarnen la vida, la
reproduzcan y la inventen; por ello soy una media tinta, integrante de todos y
ninguno, actor sin posibilidad de rechazar su papel –aspirante, en el mejor de
los casos, a soportarlo.
VI)
En la
debilidad, de la que admito ser más presa que dueño, me acosan las cualidades
del individuo moderno, especialmente las atribuidas a la juventud: la consecución
de lo útil, el ánimo por viajar, la incesante necesidad de asociación y
frenesí. No me hostigan tales atributos en sí mismos, por su sola existencia,
sino debido al peso y a la violencia que cobran al atribuírmelas a mí, que no
busco más que sosiego. Viajo para volver, a lo sumo por ir, nunca por llegar
(¿no será viajar la manifestación exterior de una necesidad interna, propia de
la naturaleza inquieta del pensamiento?); y una de las compañías que agradezco
en mayor medida es la propia, la que defendía Catón cuando escribió: “Nunca se
está menos solo que cuando se está consigo mismo”. La solitud, olvidada por
definir una actitud en contra de los tiempos, se ha rendido al miedo a la
soledad.
VII)
Si miro por la
ventana de mi habitación atisbo desde lo alto una avenida, oscurecida por la
hora y por los vestigios del invierno, que aún conservan deshojados muchos árboles.
Todo guarda una calma estricta, salvo por algún coche rezagado que busca de
madrugada un lugar donde aparcar. La incipiente primavera provoca que el
ambiente se mantenga seco, despejado y tendente a temperaturas más templadas;
sin embargo, mi calle se presenta especialmente acogedora hacia el final del
año, cuando anochece brumosa y fría. Entonces, como ahora, resulta difícil
encontrar movimiento en las aceras: su intimidad en diciembre parece invitar a
los paseantes a guarnecerse y presenciarla desde un cuarto, en lo alto.
VIII)
Es San
Fernando de Henares un municipio recogido y digno, al que sus ancianos impiden el tránsito
de pueblo a periferia de la capital. En la mañana, los rayos del sol caen con
la misma verticalidad que en cualquier otro lugar, acentuando sus amarillos, sus
blancos y el sofoco de los jóvenes que salen de colegios e institutos. No es
hasta la segunda hora de la tarde, con el retiro parcial de la luz y del calor,
cuando reverberan los colores templados de las calles: el aire se dora, las
sombras se alargan y el frescor se impone sin soberbia.
El primer
equinoccio del año supone el prólogo de una ascensión que desemboca en las
fiestas patronales, cuyo día grande es el 30 de mayo, en honor al patrón. Los
vecinos se desperezan del invierno, el puesto de castañas asadas en la calle La
Libertad cede el testigo a las terrazas de los bares cercanos y bajo los bancos
aparecen regueros de cáscaras de pipa. La biblioteca, situada en el edificio
antaño ocupado por el ayuntamiento, recibe a los estudiantes pesarosos y
resignados ante el ambiente lúdico de los alrededores. “En la vida de pueblo
todo es pequeño –y por esto fácilmente observable”. Leer a Josep Pla y El
cuaderno gris es una caricia.
Quisiera vivir
aquí siempre.
IX)
San
Fernando posee además tres cosas incomparables, no las hay en otro lugar: una
es su pan, el que cada mañana saca del horno Cota, la panadería más antigua; la
segunda es el Paseo de los Chopos, hibernado la mitad del año, colorido el
resto; y la última es el aire de locura que envuelve sus domingos. Con ellos he
de lidiar una vez por semana, a menos que haya días de fiesta, en cuyo caso son
demasiados domingos.
X)
No tengo un
conocimiento fijado de nada, cualquiera podría hacer tambalear mi creencia más
profunda. Si comienza una conversación en la que se discuten posturas opuestas,
tengo más probabilidades de acabar dando la razón al bando opuesto que de
permanecer en el propio. Ello se debe a que confiero a varios de mis allegados
la oportunidad de medirnos en el terreno que mejor manejan, un fenómeno ajeno a
mi voluntad que se ha acentuado en los últimos años. No importa de qué se
trate, filosofía o política internacional, periodismo o literatura, mi
interlocutor se marcha admirado y yo siendo su crédulo admirador.
XI)
Consulto mi
antiguo cuaderno de notas y leo: “De todos los misterios que rodean al amor, el
mayor de todos es que la Providencia no sea capaz de asegurar que volvamos a
amar, al menos, con la misma intensidad con la que amamos cuando amamos más
intensamente”. Sería cierto de no ser porque antes debió producirse un fenómeno
cuya opacidad para el entendimiento humano es sensiblemente mayor: el amar.
Querer y amar
no debieran sentimientos consecutivos; amar no es querer intensamente, sino
querer de forma incondicional. De ahí que el querer se nutra de numerosos gracias a y que el amar consista en un a pesar de, cuya manifestación
definitiva es la ausencia del ser amado: amarlo a pesar de que no esté. Por eso amamos a nuestros padres aun si, de
forma natural, sobrevivimos a ellos. Habrá quien objete que es imposible sentir
así por un amor romántico porque padres, al fin, no hay más que dos.
La pregunta
es, ¿y amores, cuántos hay?
XII)
Intento guiarme
por un principio: “Practicar lo que en uno nace de forma natural”. Llegar a
descubrirlo, reconocerlo y encararlo es tarea compleja; especialmente porque
–pienso– la vocación requiere cierto grado de inconsciencia. En mi caso, un
patrón constante ha sido tratar de conocerme, afán del que estas líneas son
cómplices. Es un cometido cuyos intentos no implican el riesgo de salir derrotado:
todo éxito y todo fracaso son un paso en la consagración a una tarea que nunca
será colmada. Por ello alimento el hambre, no con el fin de saciarla sino de
provocarla, para lograr que mi insatisfacción se convierta en guía.
Ahora bien, “quien
se conoce a sí mismo deja de tomar lo ajeno por propio: se ama y se cultiva
antes que a cualquier otra cosa –rehúsa las ocupaciones superfluas y los
pensamientos y propósitos inútiles”. Montaigne fue capaz de expresarlo mejor
que nadie. Y de eso hace ya cuatrocientos años.
XIII)
Desprecio el
presente, prefiero extrañarlo. Los recuerdos son valiosos, maleables,
coloridos; el ahora es rígido, inmediato, impenetrable. Paso el tiempo imaginando
conversaciones futuras y reconstruyendo conversaciones ya mantenidas, figurando
tesituras, recreando lo que sucedió.
Soy un ser
miedoso y nostálgico, ningún otro par de palabras me definiría mejor –si bien el miedo es
un medio y la nostalgia es inherente. Si procedo así es con el fin de aplacar
la incertidumbre; si soy así es porque en el ayer me deleito: el recuerdo, al
contrario que la realidad, es un lugar sólo para espectadores.
XIV)
Existe un
hemisferio segregado en el ser humano. Lo integran la letargia, la noche, la
infancia y la vejez, el invierno, la feminidad, el inconsciente y los
sentimientos ajenos a la felicidad impostada. Se niega incluso la contingencia,
tal es el miedo a la incapacidad de control que poseemos sobre la vida.
Hay quien
omite la tristeza sin detenerse a leer su mensaje, sin considerar que no existe
un modo distinto de explorar profundidades. Si el miedo es pernicioso porque paraliza,
ella es un freno que obliga a detenerse a quien la sufre y, en las dosis
apropiadas, le invita a pensar en el camino que lo condujo hasta allí
procurándole quietud –también sensación de derrota. La tristeza es un
retrovisor que detiene el ritmo, vuelve la mirada hacia dentro y gusta de
enviar al enfado como emisario para que avise de su inminente llegada.
Los
hay que anclan el ánimo en la normalidad, que piensan en la tristeza como un
desvío y la tratan igual que a un invitado desagradable al que despachar apenas
haya venido. Ellos no me habrán entendido.
XV)
Fue
a mediodía, en la marquesina situada frente a mi portal. Una mujer esperaba
paciente, le pregunté si el autobús se había marchado hacía rato y se inició
una de esas conversaciones que empiezan comentando el retraso en el
cumplimiento de los horarios. Decía tener 82 años –sin embargo, no era una
anciana–, especulaba sobre la inexistencia de la crisis en base al número de coches
aparcados en la calle y, sin darme cuenta, habíamos comenzado a hablar de sus
nietas: “Les gusta la pizza, pero apenas comen una porción (nunca usó la
palabra ‘porción’, sino que tendió la palma de su mano izquierda hacia arriba y
hundió el canto de la derecha sobre ella) y dicen que están llenas, claro,
chato, como ahora la juventud no quiere engordar…”. Se reía.
Señaló
el zapato que calzaba su pie derecho, que había levantado del suelo para la
ocasión, y afirmó que aquel par era el único que usaba porque le parecía el más
cómodo para sus rodillas: “Pero mis nietas siempre están pensando en comprarse
más ropa, y ya tienen mil pares de cada cosa, ¿a ti te parece?”.
“A
ellas les consiento todo, soy su abuela, todo, menos que no sean felices; he
pasado demasiadas calamidades para que no sean felices. No, no se lo permito”.
Llegó mi autobús: “Pasa buen día, chato”. Seguía riéndose.
XVI)
En
el orden intelectual bastan unos detalles para distinguir al voluntarioso y a
la persona de talento. El primero muestra un aire cansado, de derrota, duda de
sí y las ojeras son testigo de sus esfuerzos. El talentoso marca el ritmo, camina
ligero y erguido, su mirada brilla y da fe del gozo adivinado por el camino por
recorrer. Curiosamente, si sendas cualidades se unen en el mismo ser humano, la
naturaleza le premia difuminando los signos decadentes del voluntarioso.
En
el orden de lo emocional –si se
asumiera, erróneamente, que tales son los dos únicos–, es el racional quien no
llega y se desorienta ante la descripción de un sentimiento, una realidad
ocasionalmente ajena a su percepción. La intensidad lo desborda y asiste
separado a la conversación, o quizás recurre a la ironía con el fin de
conservar su integridad. El sensible, bien al contrario, habla ahora primero,
sin pesarle nombrar a la nostalgia, el dolor, el amor. Entre los individuos de
esta especie hay unión, unos se reconocen en otros y sin profundizar en exceso
se anticipan a lo que aún no se han expresado; entre los racionales hay
debates, dicen “pienso” en lugar de “siento” y llegan a resultarse fríos y
distantes.
Yo siempre he llegado tarde; tarde a la
literatura, al pensamiento, a la música, al cine, a la consciencia de mi mismo…
a todo, salvo a esta conclusión. Por eso tengo ojeras. Y no suelo debatir.
XVII)
Si
abro un libro, tardo incontables páginas en seguir la historia que el autor
narra. Pierdo el interés por los personajes, su peripecia y las relaciones que
los conectan; entretanto, presto atención a las palabras, al estilo y al
escritor que hay tras ellos. Soy, por ello, sensible a los aforismos, las
reflexiones y los llamados al lector.
Confieso
leer susurrando, en un leve hilo de voz. Si bien lo practico de forma eventual,
en dichas ocasiones las palabras aminoran la velocidad y aumentan de peso, su
rotundidad es mayor y pareciera que la narración es obra de uno mismo.
XVIII)
Sigo
sentado junto a la misma ventana, auspiciado por el ámbar de las mismas
farolas. Los árboles que no habían comenzado a florecer siguen sin mostrar una
brizna de verdor; hoy, además, llueve, a pesar de que hace días entró la
primavera.
Con la luz
apagada miro afuera, a mi Rúa dos Douradores, me detengo en un punto y el aire,
de repente, me golpea el rostro durante un paseo por una playa del norte; un
instante después, recibo el abrazo de un amigo con el que he compartido mesa y
vaso; al final, me siento a leer al sol en un banco en la Plaza del Santo.
De noche
suceden las cosas más importantes.
* El presente escrito fue elegido el ganador del 'XXX Certamen
Literario Manuel Vázquez Montalbán', celebrado en abril de 2014
en San Fernando de Henares, en la categoría de relato corto.