¡El animal tiene sus derechos como el hombre:
que ande suelto, pues, y tú, estimado prójimo,
eres también, a pesar de todo, este animal!
Friedrich Nietzsche
A mi amiga Carla Pastor
En la decimoquinta de las Cartas sobre la educación estética de la humanidad, Friedrich Schiller (1759-1805) dice que "der Mensch spielt nur, wo er in voller Bedeutung des Wortes Mensch ist, und er ist nur da ganz Mensch, wo er spielt". A partir de sus palabras, que tanto calaron en los románticos de la época, hoy podemos volver a preguntarnos si el ser humano es plenamente solo cuando juega. El autor de la Oda a la alegría da en el clavo cuando asocia juego y creación artística, una vez que nuestra especie, según los parámetros que hemos establecido, es la única capaz de la misma. Ahora bien, ¿no olvidó Schiller que, solo sea por contraste, el ser humano es, además, cuando se relaciona con el resto de especies que comparten el mundo con él?
Nos lo preguntamos porque el mismo adquiere sus identidades a partir de sus relaciones con el entorno: el que paga en un comercio es cliente, el que es sujeto de derecho es persona, el que viaja a pie es viandante, el que almuerza en un restaurante es comensal y el que cuida de la salud de su comunidad es médico. Por ello, la categoría ser humano, en puridad, solo halla su sentido pleno si la ponemos en relación con las especies que no son humanas. De todas ellas, ahora nos vamos a ocupar de una parte de las mismas: la que pertenece al reino animal y, más precisamente, la que es usada por el ser humano para sus propósitos.
En 1989, Zygmunt Bauman (1925-2017) publicó uno de sus libros esenciales: Modernidad y Holocausto. Allí, el pensador polaco, además de profundizar en el lazo que une a los dos elementos del título, dio una serie de pistas sobre el vínculo al que hemos aludido ahora. Según es sabido, el argumento de Bauman es que la Shoah fue posible gracias a la época en que se produjo, una vez que la Modernidad había venido con unas formas de hacer particulares. En su opinión, la misma es, esencialmente, "racional, planificada, científica, coordinada y [sus prácticas son] eficientemente administradas". Desde su perspectiva, tales rasgos alejan al Holocausto de las violencias y de los genocidios que se habían producido anteriormente. Unas líneas después, el autor de Vida líquida agrega que "nuestra sociedad racional y moderna ha preparado el camino para los que comenten genocidios sistemáticos, fríos y exhaustivos"; y opina que los mismos son "un ejercicio de ingeniería social" al servicio de "la sociedad perfecta", a tal punto que "el genocidio moderno (...) es el trabajo de un jardinero".
Tres décadas después, podemos decir, exageradamente, que uno de los genocidios modernos que siguen produciéndose ya no es labor de un simple jardinero, sino de un poderoso y gigantesco granjero.
Holocausto es una palabra de origen griego: ὁλόκαυστον (holókauston), a la que dan vida dos voces: ὁλον (holó), todo; y καυστον (kauston), quemado. A pesar de que luego pasará a vestirse con ropajes latinos, en el holocaustum siguen presentes las raíces de la Hélade, ya que siempre alude a lo mismo: el asesinato de animales en ritos paganos, que ardían sobre el altar de los dioses. En virtud de lo cual, no es casualidad que sacrificio, la palabra que hoy en día usamos en español para hacer referencia a la matanza de un animal, signifique hacer sagrado: literalmente, sacro facere. Es un gesto que aspira al más allá.
Valdría ver Earthlings, Dominion o una de las grabaciones realizadas por las organizaciones animalistas a lo largo del Occidente para advertir que la situación ha cambiado. Ya no hay dioses, ni fuego. Y el sacrificium viene precedido de una existencia que habríamos de cuidarnos de llamar vida. Es fácil averiguar cuáles son las condiciones de millones y millones de animales, o las cifras de asesinatos que se producen día a día –porque si las contáramos por mes o por año perderíamos del todo la capacidad de hacernos una idea–; el punto ahora es que el ser humano es el que ha procurado las primeras y el que perpetra los segundos.
Al ver imágenes de lo que pasa dentro de muchas granjas, sorprende el grado de agresividad que alcanzan los trabajadores, ¿por qué tanta saña con criaturas que no habrán salido de la penuria de la existencia cuando ya se vean entrando en la de la muerte? Y, sin embargo, su sadismo es un haz de humanidad –de la peor, justo es decirlo– en un proceso que ha procurado eliminarlos por completo. Bauman ya sabía que la violencia en serie y a gran escala solo podía ser sacada adelante con procedimientos propios de la producción posfordista: racional, planificada, científica, coordinada y con prácticas eficientemente administradas. No por azar, Hannah Arendt (1906-1975) pensaba que los campos de exterminio eran "fábricas de muerte"; y, no por azar, Jean-François Mattei (1914-2014) ha dicho en La barbarie interior, un precioso ensayo aún sin editar en España, que "civilización y barbarie son (...) dos máscaras, adversarias y cómplices de una sola y misma humanidad".
En el capítulo XXIV del primer volumen de El capital, Karl Marx (1818-1883) contaba con precisión que el capitalismo, en sus orígenes, pasó por la privatización de multitud de tierras, privando a quienes las labraban de los que habían sido sus medios de vida. En Calibán y la bruja, una excelente –y no menos precisa– glosa de los escritos de Marx sobre la acumulación originaria, Silvia Federici planteaba que el aislamiento de la mujer en el hogar fue clave en dicho proceso: ellas habían sido elegidas para cargar con la responsabilidad de parir y cuidar la mano de obra que iba exigiendo un capitalismo que alzaba el vuelo. Siguiendo sus pasos, podríamos adelantar una segunda glosa –con seguridad, menos precisa– cuya pregunta de partida podría rezar así: si Marx puso el foco sobre el expolio de los campesinos y Federici lo ha puesto sobre las prácticas biopolíticas a las que fue y es sometida la población femenina, ¿cuál es el título que hemos de dar a los procesos por los que hacemos pasar hoy a los animales? Expolio, desde luego, una vez que se les ha privado hasta de la vida; prácticas biopolíticas, por supuesto, una vez que se programan las gestaciones de las hembras, se adulteran genéticamente los cuerpos, se racionan los alimentos y se administran potenciadores del crecimiento.
Aun así, la situación va más allá, por lo que debemos agregar sin vacilar que las prácticas que sufren millones de animales son eugenésicas y necropolíticas, una vez que se alumbran seres vivos con el solo propósito de hacer de ellos productos de consumo. El ciclo de su existencia, desde el principio hasta el final, viene pautado exclusivamente por los parámetros de un mercado voraz y moralmente ciego.
Después de la Segunda Guerra Mundial, varios pensadores dieron carpetazo a la Modernidad y avisaron de que los días por venir serían los de la Posmodernidad. El cambio de era no ha evitado que sigan produciéndose agravios propios de días pasados, solo que protagonizados por unos seres que, según diría Schiller, no juegan.
En 1947, vieron la luz los libros de dos autores que habían vivido en primera persona dicha oscuridad. Después de pasar por Buchenwald y Dachau, Robert Antelme (1917-1990) lamentaba en La especie humana: "Entonces nos sentíamos impugnados como hombres, como miembros de la especie". De sus palabras se colige que la humanidad es, principalmente, un estatus asociado al trato que nos damos; de ahí que, siguiendo su planteamiento, lo que hacemos a los animales impugne, primero y sobre todo, nuestra humanidad. Primo Levi (1919-1987), por su parte, se preguntaba en uno de los títulos capitales del siglo XX se questo è un uomo. Hoy podríamos repetir su gesto y cuestionarnos se questo è un animale, pero, en verdad, la pregunta volvería a darse la vuelta, una vez más. Porque, de la respuesta que alcancemos a dar, pende su humanidad; mas, primero y sobre todo, la nuestra.
Tres décadas después, podemos decir, exageradamente, que uno de los genocidios modernos que siguen produciéndose ya no es labor de un simple jardinero, sino de un poderoso y gigantesco granjero.
Holocausto es una palabra de origen griego: ὁλόκαυστον (holókauston), a la que dan vida dos voces: ὁλον (holó), todo; y καυστον (kauston), quemado. A pesar de que luego pasará a vestirse con ropajes latinos, en el holocaustum siguen presentes las raíces de la Hélade, ya que siempre alude a lo mismo: el asesinato de animales en ritos paganos, que ardían sobre el altar de los dioses. En virtud de lo cual, no es casualidad que sacrificio, la palabra que hoy en día usamos en español para hacer referencia a la matanza de un animal, signifique hacer sagrado: literalmente, sacro facere. Es un gesto que aspira al más allá.
Valdría ver Earthlings, Dominion o una de las grabaciones realizadas por las organizaciones animalistas a lo largo del Occidente para advertir que la situación ha cambiado. Ya no hay dioses, ni fuego. Y el sacrificium viene precedido de una existencia que habríamos de cuidarnos de llamar vida. Es fácil averiguar cuáles son las condiciones de millones y millones de animales, o las cifras de asesinatos que se producen día a día –porque si las contáramos por mes o por año perderíamos del todo la capacidad de hacernos una idea–; el punto ahora es que el ser humano es el que ha procurado las primeras y el que perpetra los segundos.
Al ver imágenes de lo que pasa dentro de muchas granjas, sorprende el grado de agresividad que alcanzan los trabajadores, ¿por qué tanta saña con criaturas que no habrán salido de la penuria de la existencia cuando ya se vean entrando en la de la muerte? Y, sin embargo, su sadismo es un haz de humanidad –de la peor, justo es decirlo– en un proceso que ha procurado eliminarlos por completo. Bauman ya sabía que la violencia en serie y a gran escala solo podía ser sacada adelante con procedimientos propios de la producción posfordista: racional, planificada, científica, coordinada y con prácticas eficientemente administradas. No por azar, Hannah Arendt (1906-1975) pensaba que los campos de exterminio eran "fábricas de muerte"; y, no por azar, Jean-François Mattei (1914-2014) ha dicho en La barbarie interior, un precioso ensayo aún sin editar en España, que "civilización y barbarie son (...) dos máscaras, adversarias y cómplices de una sola y misma humanidad".
En el capítulo XXIV del primer volumen de El capital, Karl Marx (1818-1883) contaba con precisión que el capitalismo, en sus orígenes, pasó por la privatización de multitud de tierras, privando a quienes las labraban de los que habían sido sus medios de vida. En Calibán y la bruja, una excelente –y no menos precisa– glosa de los escritos de Marx sobre la acumulación originaria, Silvia Federici planteaba que el aislamiento de la mujer en el hogar fue clave en dicho proceso: ellas habían sido elegidas para cargar con la responsabilidad de parir y cuidar la mano de obra que iba exigiendo un capitalismo que alzaba el vuelo. Siguiendo sus pasos, podríamos adelantar una segunda glosa –con seguridad, menos precisa– cuya pregunta de partida podría rezar así: si Marx puso el foco sobre el expolio de los campesinos y Federici lo ha puesto sobre las prácticas biopolíticas a las que fue y es sometida la población femenina, ¿cuál es el título que hemos de dar a los procesos por los que hacemos pasar hoy a los animales? Expolio, desde luego, una vez que se les ha privado hasta de la vida; prácticas biopolíticas, por supuesto, una vez que se programan las gestaciones de las hembras, se adulteran genéticamente los cuerpos, se racionan los alimentos y se administran potenciadores del crecimiento.
Aun así, la situación va más allá, por lo que debemos agregar sin vacilar que las prácticas que sufren millones de animales son eugenésicas y necropolíticas, una vez que se alumbran seres vivos con el solo propósito de hacer de ellos productos de consumo. El ciclo de su existencia, desde el principio hasta el final, viene pautado exclusivamente por los parámetros de un mercado voraz y moralmente ciego.
Después de la Segunda Guerra Mundial, varios pensadores dieron carpetazo a la Modernidad y avisaron de que los días por venir serían los de la Posmodernidad. El cambio de era no ha evitado que sigan produciéndose agravios propios de días pasados, solo que protagonizados por unos seres que, según diría Schiller, no juegan.
En 1947, vieron la luz los libros de dos autores que habían vivido en primera persona dicha oscuridad. Después de pasar por Buchenwald y Dachau, Robert Antelme (1917-1990) lamentaba en La especie humana: "Entonces nos sentíamos impugnados como hombres, como miembros de la especie". De sus palabras se colige que la humanidad es, principalmente, un estatus asociado al trato que nos damos; de ahí que, siguiendo su planteamiento, lo que hacemos a los animales impugne, primero y sobre todo, nuestra humanidad. Primo Levi (1919-1987), por su parte, se preguntaba en uno de los títulos capitales del siglo XX se questo è un uomo. Hoy podríamos repetir su gesto y cuestionarnos se questo è un animale, pero, en verdad, la pregunta volvería a darse la vuelta, una vez más. Porque, de la respuesta que alcancemos a dar, pende su humanidad; mas, primero y sobre todo, la nuestra.