"La sociedad se enfrenta al mismo dilema una y otra vez:
la verdad o el amor. Lo resuelve por lo general sacrificando,
a la vez, la verdad y el amor".
Romain Rolland
Escribía
Louis-Ferdinand Céline al lector de su Viaje
al fin de la noche que lo mejor que podía hacer, una vez llegado al
mundo, es salir de él, cuerdo o loco, con miedo o sin él. Podría pensarse que las
palabras del escritor francés son una reminiscencia de un aforismo de Teognis de Mégara, el lírico griego del siglo VI a.C., que a su vez fue recogido por
Sófocles en Edipo en Colono: “No
haber nacido es la mayor de las venturas, y una vez nacido, lo menos malo es
volverse cuanto antes allá de donde es uno venido”. Teognis plasmaba el ánimo
trágico de su tiempo, el mismo que, según apuntaba Cornelius Castoriadis, era
uno de los núcleos del antiguo espíritu griego, de ahí que nos enseñe de nuevo
el camino al Hades. Sin embargo, Céline es ambiguo, no nos invita a morir, sino
que nos llama solamente a librarnos
de un mundo que reconoce enfermo.
Una de
las perversiones de nuestra época, y quién sabe de cuántas otras, es haber sepultado
la verdad, el significado profundo de la realidad, que hoy
vive oculto detrás de incontables velos. Es un fenómeno que Emilio Lledó, un hombre que vive rodeado por diez mil libros, evidencia al hablar de la
Universidad, cuando nos dice que debemos formarnos con el fin de ser mejores
personas, algo que no se logra alimentando una expectativa laboral, sino
fortaleciendo la pasión en los estudiantes. Y es urgente recordar ahora que
estudiar no es una actividad exclusiva de los jóvenes, sino que es una actitud
digna de ser profesada dentro y fuera de las aulas; he ahí la diferencia entre
el estudiante y el estudioso: uno es efímero, el otro imperecedero.
Honor,
gratitud o respeto son términos en retroceso, igual que la pasión de la que
hablaba Lledó. Una breve historia personal valdrá de ejemplo: en los seminarios
de Doctorado del presente curso, ninguno de los profesores que los impartían –con
la mejor intención– nos llamó al amor por aprender o a la entrega por los
libros, el lenguaje estaba cargado de otras expresiones: investigar, publicar o
producir. Posiblemente entendieran que la vocación venía dada, sin embargo, incurrimos
en la negligencia flagrante de alimentar los elementos superfluos y olvidar los
fundamentales. Por eso Søren Kierkegaard, en Las
obras del amor, nos recuerda: “Cuídate de la comparación que el mundo te
impone, ya que el mundo entiende tan poco de entusiasmo como un financiero de
caridad”. El mensaje es de enorme riqueza, ya que concede a su lector un
entusiasmo esencial, reconocimiento que no es generoso, sino inteligente y
veraz.
Los traductores
del filósofo danés al español recurren insistentemente a un término, celado,
que abre nuevas interpretaciones. Velado significa que algo permanece oculto,
así entendía Martin Heidegger la aletheía,
la verdad por no-olvido, su significado literal en griego (el Leteo era el río
en el que bebían las almas de los muertos antes de reencarnarse con el fin de olvidar
sus vidas pasadas). Celado, en primer lugar, implica que el sujeto aspira al
objeto encubierto y, en segundo, que existe una voluntad de evitar que sea
alcanzado por parte de quien lo ha restringido. Anhelamos vivir en la verdad,
recuperar los asideros, y ello es imposible si no logramos responder al
vaciamiento premeditado y dotarnos de un sentido verdadero. Piénsese, por
ejemplo, en una palabra, sacrificio, que hoy sería sencillo encontrar siendo
sinónima de un abnegado acto de renuncia; lejos de ello, sacrificar es lograr
que algo sea sagrado (sacro facere), un acto puro de amor.
Rainer Maria Rilke diría más, ya que entendió el amor de una forma insuperablemente
bella: “Una ocasión sublime para que madure el individuo, para que llegue a ser
algo en su interior, para que se transforme en mundo, y se transforme en mundo
para sí mismo por amor a otro”. El poeta praguense decía a su amigo Franz Xaver
Kappus que solo escribiera versos si una necesidad imperiosa le empujaba a ello;
únicamente si sentía que, de no escribir, moriría. Por ello Cartas a un joven poeta es uno de los
mayores ejercicios de verdad que ha visto el último siglo y uno de los que más
admiración ha despertado en quien escribe.
He ahí
la pasión de Lledó, la aletheía de
Heidegger, el entusiasmo de Kierkegaard y el sacrificio (ahora sí, en su
sentido real) de Rolland: el amor y la verdad devienen sagradas en la prosa de
Rilke. Él nos invita no a salir del mundo, sino a edificar uno del que Céline no
intentara huir; nos llama a invertir el curso de los tiempos y a des-celar en
nosotros la luz del sentido verdadero de la existencia.
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