"Uno de
los recursos disponibles para ayudarnos a darle sentido a la vida, a elegir, y
a proponer y aceptar criterios para nosotros, es la vivencia de voces singulares y
autorizadas, que no son la propia, las cuales conforman el gran cuerpo de las
obras que educan el corazón y los sentimientos y nos enseñan a estar en el
mundo, que encarnan y defienden el esplendor del lenguaje (es decir, expanden
el instrumento fundamental de la conciencia): a saber, literatura".
Susan
Sontag, Al mismo tiempo
En los
primeros párrafos del Plan de Fomento de la Lectura vigente, elaborado por el Ministerio de
Educación, Cultura y Deporte, se lee que la lectura es una “herramienta
fundamental en el desarrollo de la personalidad y de la socialización de cada
individuo como elemento esencial para convivir en democracia”, por lo que se anima a la “implicación de todos en la consolidación de una sociedad lectora”.
Ninguna
objeción. En efecto, leer es un ejercicio que permite, en el mejor de los
escenarios, que la persona que lo practica prospere, y su fomento es una labor colectiva. Ahora bien, ¿es indicado
promover una sociedad lectora ignorando
qué elementos van a alimentar a los individuos que formen parte de ella? ¿Se puede legitimar la forma ignorando
el fondo? Plantearse
tales preguntas podría resultar peliagudo, fundamentalmente por una razón:
podríamos incurrir en un debate normativo en el que nos viéramos sentando
cátedra sobre qué es oportuno leer y qué no, con el inevitable e indeseable
sesgo que ello implica.
Sin embargo,
hay un motivo aún mayor para abordar el problema: ignorarlo resulta más imprudente
que enfrentarlo. Más si cabe cuando, a principios de mes, el Centro de Investigaciones Sociológicas hizo público su barómetro sobre los hábitos lectores de los españoles, con un
resultado ligeramente peor que el de años anteriores: si en 2014 el porcentaje
de ciudadanos que no leía nunca o casi nunca era del 35, en el presente curso
es del 36%; al tiempo que los encuestados que afirman leer todos o casi todos
los días ha bajado del 29’3 al 28’6%. En otras palabras, el número de lectores
no alcanza al de no lectores… por más de siete puntos.
La primera
salvedad es evidente: no cabe hablar de una sociedad
lectora si más de un tercio de sus integrantes no lee libros. Además,
sabemos que, del 36% de personas que no leen nunca o casi nunca, prácticamente
la mitad, un 42, 3%, no leen porque la lectura no les gusta o no les interesa,
dato que nos lleva a la segunda salvedad: es inviable remar a favor de la
lectura si no se atiende a las necesidades y anhelos de la población. Por lo
que volvemos al inicio: ¿es oportuno fijar el objetivo sin labrar una senda y
sin proveer a los caminantes de los útiles apropiados?
En los
regímenes no democráticos, es uso de los gobernantes redactar una lista de
libros proscritos; en las democracias liberales, no obstante, una de las
funciones de un ministerio bien podría ser la de posicionarse frente a los imperativos
del mercado y tratar, en lo posible, de calibrarlos. Existen iniciativas con
participación ministerial dirigidas a los jóvenes con el fin de educarles
en la lectura (véanse, por ejemplo, el Proyecto de Lectura para Centros Escolares o el Servicio de Orientación a la Lectura ). Sin embargo, se entiende que, llegados
a la adultez, los individuos ya han formado su criterio lector, permitiéndoles seguir
su propio juicio.
La escritora estadounidense, Susan Sontag |
A un lado,
encontramos los libros; al otro, la literatura. El libro es un objeto con
el que editoriales y establecimientos intentan ganar dinero para proseguir
con su labor. La literatura, entendida de la misma forma que George Steiner
presenta la poesía, es decir, un ejercicio de creación, aspira a ubicarse
lejos de los voraces ritmos mercantiles, igual que los pintores, los músicos o
los cineastas serios, preocupados por edificar una obra y no por generar un
producto. Leamos a Susan Sontag:
“Un narrador
que se adhiere a la literatura es, por necesidad, alguien que reflexiona sobre
problemas morales: sobre lo justo y lo injusto, lo mejor y lo peor, lo
repugnante y admirable, lo lamentable y lo que inspira alegría y beneplácito”.
Entenderá
fácilmente el lector que los puntos enumerados por la pensadora estadounidense
no son precisamente los motivos centrales que los autores con mejores índices
de ventas han plasmado en sus escritos. Valga un ejemplo representativo de las
intenciones que nos rodean, el de Ildefonso Falcones, autor de La catedral del mal (libro que vendió más de seis millones de ejemplares), quien, al ser
preguntado por su nuevo libro, Los herederos de la tierra, respondió: “El objetivo es vender lo máximo”.
¿Imaginan a Shakespeare, a Miguel Ángel o a Mozart hablando en los mismos
términos de una de sus creaciones? De acuerdo, no apuntemos tan alto, tan lejos: ¿se
figuran ustedes a José Saramago, Antonio López o a Arvo Pärt diciendo que el
objetivo de sus obras es vender lo máximo?
Antonio Machado |
El problema no
es que una creación sea rentable o, si lo prefieren, que genere ingresos de una
u otra forma –no es preciso decir que la aspiración de un artista que desea
vivir de su arte es legítima–, el problema es que un individuo dé a luz a un
producto que se inscribe en lo cultural con la notoria intención de generar
rentabilidad. Que el foco del autor se fije en el dinero que producirá su labor
en lugar de expresarse desde lo íntimo; de “llamar a la puerta de todos los
corazones”, en palabras de Antonio Machado en Juan de Mairena; es una perversión de las intenciones propias de
las disciplinas artísticas. Ello se debe a que la escritura, igual que el espacio
cinematográfico, pictórico o musical, admite el arte y la industria, lo sacro y
lo profano, lo hondo y duradero y lo inmediato y caduco. Las expresiones
culturales que no poseen una valía digna de perdurar, y son inmensa mayoría, aspiran
a lo efímero, a ser consumidas en forma de entretenimiento, un fenómeno que,
siendo a todas luces necesario, a fuerza de ganar espacio ha logrado ser el
paradigma de la relación entre el autor y el público. Unas palabras de Andrei Tarkovski en Esculpir en el tiempo nos ilustrarán:
“Una persona
que trabaja en una fábrica o en el campo [hoy valdría decir una oficina] (…) gasta su
dinero para que le den un poquito de ‘entretenimiento’, algo que le prepararán
diligentes ‘artistas’. Pero la diligencia de estos ‘artistas’ está marcada por
la indiferencia: están robando cínicamente a aquella persona honrada y
trabajadora su tiempo, aprovechándose de su debilidad, su falta de
conocimientos y de experiencia estética para destrozarle intelectualmente y al
tiempo ganar dinero. La actividad de tales ‘artistas’ es deleznable. Un artista
de verdad, sin embargo, solo tiene derecho a una actividad creativa si para él
es una necesidad vital”.
¿Es un
problema exclusivo de nuestro tiempo? No. ¿Es un problema que se ha agudizado en nuestra
época? Desde luego. Nunca hasta hoy se había establecido de una forma tan
rotunda que todo lo que no fuera negocio debiera ser ocio. Al mismo tiempo, no
se limitan esfuerzos en presentar al ocio como un espacio liviano e insulso, por ejemplo: un
plan que salve el fin de semana, un pasatiempo en el transporte público, un
ritmo de fondo en la sesión de gimnasio. Por tanto, en el imaginario
social no hay cabida para el esfuerzo (y el arte lo requiere) fuera del tiempo que dedicamos al empleo y al resto de laboriosos quehaceres de la vida diaria.
El resultado
es, en primer lugar, el adocenamiento masivo, fruto del expolio de nuestra
facultad para autoexigirnos; y, en segundo, la estigmatización de lo realmente
valioso, cuyos protectores aparecen ahora bajo el título de elitistas (vean si
no la definición que da el diccionario de nuestra Real Academia del término
“elitismo”). Ello viene de la mano de una nueva noción de respeto, que si
en origen significaba ser atento con el prójimo (re, de nuevo; specio,
mirar a), hoy es igual a no interferir en la elección del producto que el
consumidor elija, ya una película, ya un libro, ya un disco, por nocivos y deformadores que
sean. Porque el entretenimiento requiere gustos, espacio en el que, según nos
dice la extendida frase, no hay nada escrito. De ahí la proliferación de
opiniones fundamentadas en el éxito del objeto cultural a la hora de activar
las fibras invisibles que forman el nuestro; en efecto, en un elevado número de
oportunidades nuestro interior solamente ha sido estimulado en lo primario, en lo
trivial. 50 sombras de Grey, Los vengadores o las canciones Pitbull
se ajustan a lo que presentamos; el problema es cuando se intentan usar los
mismos códigos para referirse a las tragedias atenienses, a La pasión según san Mateo de Johann Sebastian Bach, a los
Upanishads o a La palabra de Carl Theodor Dreyer, que no son un postre moderno, un calzado al
uso o una entrada en Facebook.
Otro ejemplo ilustrativo. En 2013, Arturo Pérez-Reverte, en primera plana en los últimos
días por el lanzamiento de Falcó, su
nueva novela, fue obligado por la Audiencia de Madrid al pago de 212.000 euros por plagio. Posteriormente, el escritor se defendió insistiendo en que no
incurrió en dicha falta. Independientemente de si lo fue o no, con la sentencia
sobre la mesa, ¿no piensa el lector que las intenciones de Pérez-Reverte se
alejaban de la necesidad vital de expresión por parte del artista que
reivindicaba Tarkovski?, ¿no se alejaban igualmente de la afirmación de Unamuno,
que decía que “el que escribe con la sangre de su corazón escribe para
siempre”?, ¿visualizan ustedes a Pessoa, a Leopardi o a Rilke resultando sospechosos de
plagio?
Sin embargo, al final, es un resultado propio de la lógica del mercado cultural, ya que los fatigosos
ritmos que impone requieren agotar fórmulas; recuperar oxígeno con remakes, adaptaciones al cine y a la televisión; perpetuar sagas artificialmente
y, por qué no decirlo, expoliar creaciones ajenas (recuerden, por ejemplo, los casos del popular Diplo, o el de Shakira), que no es sino una forma vil de plagio.
Viñeta de El Roto |
“Escribir para
el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstói, en Rusia”.
Escribir para
el pueblo, anota el poeta sevillano; elitismo, ¿dónde? Las personas de a pie, que somos nosotros, con el
apoyo debido, leemos literatura. Prueba de ello fue el exitoso recibimiento de Anna Karenina en Estados Unidos, precisamente
una obra de Lev Tolstói, cuando miles de personas se atrevieron con la extensa novela
después de que Oprah Winfrey lo recomendara en su club de lectura. Si la presentadora norteamericana
fue capaz de incentivar a la lectura de una gran obra, qué no podrían nuestros Ministerios. Entendemos, por tanto, la reivindicación del Gremio de Editores, que, a raíz de los
resultados del CIS, ha pedido una mayor implicación al Gobierno en la promoción
de los libros y de la lectura.
Winfrey y sus seguidoras, con Anna Karenina en las manos |
El que escribe
estas líneas añadiría dos ilusas peticiones a la reclamación de los editores. En primer lugar, no
limitarse a exigir un apoyo público que aumente cuantitativamente el índice de lectura,
sino que se busquen las formas de restituir a la ciudadanía las obras relegadas (llamarlas elitistas, no en vano, es una forma de restarles prestigio), y, en segundo, que se nos recuerde con la mayor urgencia que somos aptos para su lectura. ¡Qué interesante sería ubicar en la primera estantería al Fausto de Goethe y recomendar con ánimo su lectura, en lugar de ponerlo pasivamente en la sección de teatro o de literatura alemana! No es un ejercicio aventurado: tal es el trato que va a recibir Todo esto te daré, la novela policíaca con la que Dolores Redondo ha ganado recientemente el Premio Planeta.
Un ser humano que
encuentra verdad en los libros es un ser que se reconocerá en ellos y que
apreciará la lectura. Es la promesa fundamental de la literatura. Piensen en las obras que
han sobrevivido al paso de los siglos: Homero, el Bhagavad gita, Jesús de Nazaret o Lao-Tsé, ¿qué nos han brindado
sino luz y verdad? Resulta significativo, por cierto, el auge de los libros de coaching y de autoayuda, un
fenómeno paralelo al olvido de facto de
los referentes fundamentales del pasado. Tan soberbios somos que hemos llegado
a pensar que podríamos prosperar sin ellos, faros, reflejos y guías.
El individuo que va hoy a la librería y que, por no saber dónde buscar, termina por
toparse con el libro de moda, no sería extraño que eligiera un videojuego o que
prefiriera escribir un mensaje por WhatsApp; porque, si de entretenimiento se
trata, la consola y el teléfono móvil no requieren el mismo esfuerzo que un
libro. De ahí la insistencia en que a los autores deba
exigírseles, igual que debemos exigirnos a nosotros mismos. Creemos en nuestras facultades.
Y todo ello
porque, en última instancia, ponemos en juego nuestro perfeccionamiento. El
telón de fondo de lo que se ha escrito aquí es lo que el ser humano anhela de
sí mismo. Escribía Tolstói en sus Diarios, a la edad de 76 años, que ignoraba cuál era el
objetivo del perfeccionamiento, pero, al mismo tiempo, sintió la “absoluta
certeza de que en ello radica la ley y el objetivo de nuestra vida”.
¿En quiénes nos miramos, lector? He ahí la pregunta fundamental. Elijamos.
¿En quiénes nos miramos, lector? He ahí la pregunta fundamental. Elijamos.
Lev Nikolaiévich Tolstói |
Hola Dani,
ResponderEliminarLo primero no tengo más que quitarme el sombrero por tu reflexión, la verdad es que aciertas principalmente en que no somos una sociedad lectora, y básicamente porque como leí hace unos días (no recuerdo el medio) no se lee más porque se precisa o requiere un esfuerzo. Lamentablemente en otro orden de cosas, tendemos a denigrar lo que podemos llamar literatura de entretenimiento, pero os guste o no (ya sabes que nuestro gustos van por otros derroteros literarios) este tipo de literatura es la más vendida. Es cierto también que es lamentable medir la calidad artística de un autor/autora por si venden más o menos, pero también es cierto que los escritores siempre dicen (algo que comparto) que un éxito es que te lean cuantos más lectores mejor. Comentando el asunto con nuestro amigo Eusebio (gran bibliotecario) salió a La Luz un triste comentario del escritor Lorenzo Silva que dijo que se tendría que contar por los "alquileres" de libros en la biblioteca, porque cada vez que se presta un libro el autor perdía una venta. En fin es un tema peliagudo, que has resuelto con gran acierto. Enhorabuena por tu reflexión,
Un fuerte abrazo Paco
He visto un par de erratas, Lorenzo Silva dijo de cobrar no de contar.
ResponderEliminarPaco
Paco,
EliminarNo tengo tu correo, así que te escribo rápidamente por aquí. Aitor, el chico del que te hablé ayer, trabaja, junto a otras dos nutricionistas, en el Centro Aleris: https://www.centroaleris.com/ Además de encantadores, son punteros en lo suyo. Lo sé porque fui el año pasado (necesitaba coger peso) y fueron los cien euros mejores invertidos de 2017. He pensado que podría ayudarte.
¡Un abrazo, nos vemos luego!
Maravillosa entrada. Sin duda, la literatura, la música, el cine, etc. enseñarían tanto a las parejas que atendemos en terapia de pareja, pero pareciera que nadie nos cultivó esa necesidad de educación del corazón. Por eso nos cuesta tanto trabajo conectarnos con las otras personas. Si tienen alguna recomendación para que las parejas puedan verse desde unos ojos, que escribieron con la sangre de su corazón, no duden en contactarnos en: http://www.terapiadepareja-df.com.mx/
ResponderEliminar