Hace
unos meses esperaba en la fila de las taquillas de un multicine cuando
apareció, por casualidad, una conocida de la pareja que tenía delante. Después de
una breve conversación ella les preguntó qué iban a ver, a lo que ellos la
contestaron que aún no lo sabían. Recuerdo que esta circunstancia me sorprendió
tanto que desde entonces recurro a ella para reflexionar sobre los usos que hoy
hacemos del cine.
Sobre este asunto leo con
indignación “Cultura mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas”, una investigación de Frédéric Martel donde
se narra el nacimiento del fenómeno
multicines, originario de Estados Unidos y extendido posteriormente a buena parte del
resto del mundo industrializado. La mayoría de cines ya no están en las ciudades sino en los
centros comerciales de la periferia urbana, los cines ya no tienen una pantalla
sino al menos una decena y las películas que allí se proyectan vienen
acompañadas de palomitas y refrescos; refrescos, por cierto, de la marca que
tenga un acuerdo de venta en exclusiva con la cadena de multicines en cuestión.
Independientemente de la subrepticia transmisión de mensajes y valores que integra cada filme, de cara al espectador el cine debe tener un alto
componente de entretenimiento, condición que se inserta en una tendencia muy
moderna que desprecia aquello que no sea dinámico y envasado al vacío; algo que,
por otro lado, es seguramente lo que iba buscando la pareja de la que hablaba
al principio. Una consecuencia inmediata es la producción en masa de un cine
banal, vacío y de consumo rápido, que suele ser el que mejores resultados da en
taquilla; y, en un mundo donde el éxito se mide en beneficios, la financiación se
dirige a los taquillazos de más baja estofa.
Así pues, el cine, como el resto
de las artes, es parte de la mercantilización, y lo es hasta tal punto que el
público mayoritario ya no ve cine, sino películas. La diferencia es crucial, ya que éstas carecen de la profundidad que posee el
primero y exigen un esfuerzo mucho menor al espectador. Una película es,
recurriendo a un ejemplo reciente, Magic Mike; y rodar una historia así no es hacer cine. Éste, por el
contrario, requiere de un interés mayor por parte de la persona que se acerca a
él, además de un amor por el arte idéntico al que se le supondría a un amante
de la pintura y no al mero comprador de cuadros.
La industria ha alimentado el
consumo de películas y, en consecuencia, ha arrinconado al cine; que, asentado
definitivamente como cultura de masas, ha pasado a formar parte del
espectáculo y de la representación masiva. El entretenimiento efímero y banal se convierte de forma
instantánea en un clásico de cartelera; y a él, al entretenimiento, se destinan
los ‘blockbuster’ que se estrenan cada fin de semana. Sin embargo, de la misma
manera, existen personas que huyen de una motivación tan sencilla y buscan algo más
en el celuloide. Por eso, llegados a este punto, ¿por qué invertimos una
porción de nuestro tiempo en sentarnos a ver la proyección de una cinta?
* El título de esta entrada que presentaré en dos partes hace referencia a la sección que el compañero Víctor Martín Gómez dedica al análisis político del cine en su página web: www.otravueltadetuerca.net
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